Sándwich de pernil y ponche, por favor

Ilustración: Aliatna.

Crecí en las estrechas calles del centro histórico de Quito.

En las décadas de los años ochenta del siglo pasado, en la intersección de las calles Cuenca y Chile, estaban ubicadas cuatro tiendas de barrio. Todas vendían helados caseros de coco.

Aunque los helados de coco son la cosa más sencilla y fácil de preparar, cada una de ellas tenía su propia receta que hacía a sus helados únicos y diferentes. Esas cosas “únicas y diferentes” que están en nuestros recuerdos de la infancia. 

Las cafeterías ubicadas en la Plaza Grande, bajo el atrio de La Catedral—y que han sobrevivido al paso del tiempo—también me traen recuerdos y nostalgia. 

Ingresar en ellas era, y sigue siendo,  toda una aventura.

Sus puertas son estrechas, los tumbados bajísimos y  tan caprichosos, que se unen a las paredes formando óvalos.

Entonces la permanencia en ellas trae la sensación de estar dentro de una cápsula. 

Una cápsula perfumada de avena de naranjilla, ponche, café pasado y sándwich de pernil. 

Ponche y sándwich de pernil era lo que yo devoraba en aquellas tardes inolvidables de mi infancia. 

Mientras tanto, mi padre, muy ceremonioso, solo tomaba café. 

El Madrilón, el emblemático café del centro de Quito,  en esa época se situaba en las calles Chile y Benalcázar.

Sus comensales eran asiduos clientes de los sándwiches de pollo y los ponches batidos a mano. Bueno, yo también. Y mi padre, siguiendo su costumbre, pedía un café.

En otras ocasiones él me llevaba al café Meneses. 

Cuando la elegante mesera traía la carta yo elegía el helado más grande y vistoso: 

—Banana split, por favor, con doble porción de crema.

Mi papá, siguiendo su costumbre, pedía café. 

Yo lo miraba incrédula, pensando que si fuera más grande me pediría no solo la banana split, sino también una torta de fresa y otro helado gigante.

Ya no existen las tiendas de helados de coco. En su lugar se han instalado bazares de artículos varios. Chinerías.

 Las cafeterías del atrio de la iglesia de La Compañía todavía existen. Yo visito con regularidad el centro histórico. Así que hago una parada en este lugar.

Solo tomo café, como lo hacía mi padre cuando yo era niña. 

Cuando voy al Madrilón que ya no se ubica en la Benalcazar, sino en el pasaje  Tobar de las calles Sucre y Guayaquil me pido un café:

—Bien cargado por favor.

La mesera me sonríe. Me conoce desde que era niña y siempre que me despido me dice:

—¡Salude a su papi!

Le doy una propina y le regreso la sonrisa.

—¡Gracias!

Mientras me alejo del Madrilón no dejo de pensar en sus clientes. Son todos señores de la tercera edad. 

Hablan de política. Pero no de la actual, sino de la que se escribió  por las décadas de los sesenta y setenta del siglo XX: Velasco y Bombita, los militares, la dictadura, el primer barril de petróleo… 

Visten de traje y sombrero. Mientras platican se piden tintos y más tintos. Luego sacan de los bolsillos de sus chaquetas una botellita envuelta en una funda de papel y le agregan a sus bebidas un chorrito del líquido que sale de esa botella.

La siguiente semana es el turno de la cafetería Meneses. Repito el ritual:

—Un café. Bien cargado, por favor. Al igual que en el Madrilón, la mesera me conoce desde niña y  me sonríe mientras me pregunta:

—¿Ya no pide banana split?

—No. Ahora soy una persona seria.

Las personas serias visitan joyerías, librerías, museos, bibliotecas. Y toman café cargado.

Así que como toda persona seria ingreso a una joyería en la García Moreno. Un solícito señor de la tercera edad me sonríe con amabilidad. 

Observo las pocas y empolvadas joyas que todavía le quedan para la venta. Pongo mas atención y en una de las paredes veo un título enmarcado. 

Leo “orfebre profesional, 1968”. Le pregunto al señor si él es el dueño del título y me dice:

—Sí, a la orden. 

—Ya no hay muchos orfebres en Quito…

—No. Quedamos muy pocos.

Cae la tarde.  Poco a poco me voy alejando de las calles de mi amado centro histórico. “La próxima semana volveré”, me digo.

La nostalgia hace que se me apriete el corazón y sienta un vacío al recordar a mi padre y los momentos que me regaló durante mi niñez, en los que los sándwiches  de pernil y los ponches eran como tocar la gloria para mí.

Sigo mi camino con pasos lentos, apesadumbrados y viene a mi mente la “canción de las simples cosas”…

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