¡No te olvides de la melcocha! 

Revista Bagre. Melcocha.
Ilustración: Aliatna.
Cada vez que escuchaba la palabra "chiclosa" me llenaba de angustia porque sabía que la faena para encontrar melcocha con esa textura no era fácil. 

Desde que supo que viajaría a Ambato me encargó melcocha suave. 

Yo sabía que en esa ciudad, lugar en el que me encontraba de visita, no sería fácil hallar este producto, y menos aún con las características que me pedía.

-En Baños hay, pero puede que en la terminal terrestre de aquí también encuentre- me comentó un taxista de Ambato cuando le consulté por la golosina. 

La melcocha no era un antojo menor. La intención de mi tía, la solicitante, era llevar el producto a Estados Unidos, país en donde ella reside, para llevarse un pedazo de Ecuador en la boca.

-Mijita, no te olvides de la melcocha, pero que sea chiiiiclooosa, por favor- repitió varias veces, también por teléfono, con gran entusiasmo.

Cada vez que escuchaba la palabra “chiclosa” me llenaba de angustia porque estaba consciente de que la faena para encontrar melcocha con esa textura no era cuestión de una o dos horas. 

Y en la víspera de mi regreso fui a la caza de la bendita melcocha con la incertidumbre de no encontrar lo que tanto se me había pedido. 

¡Bingo, la encontré! 

La golosina estaba allí, como se me había informado, en el terminal viejo de Ambato. 

Las retinas de mis ojos parecieron arcoíris cuando vieron el producto en cinco o seis puestos parecidos, destellando colores. 

Me acerqué a uno de ellos y pregunté si podía tocarlas -no te olvides, mijita, que sean chiclosas-. 

El apetecido producto parecía un cuarzo. 

Recorrí entonces cada uno de los puestos y en todos ofrecían la misma melcocha, tan tiesa y compacta que podían romperle un diente, o dos, a cualquiera. 

De todos modos compré. Y fui tan generosa que vacié mi bolsillo. 

Con todo y la yapa, la bolsa pesaba como si en ella llevara ocho kilos de meteorito. 

Un mordiscón luego confirmaría que mi sentido del tacto no se había equivocado. 

¿Serán viejas o todas se pondrán así al cabo de unos días?, me preguntaba mientras intentaba romper el dulce cuarzo con unos dientes que gritaban prudencia. 

Al volver a Guayaquil, en la localidad de Licán -cerca de Riobamba- dos vendedoras se subieron al bus. 

Una de ellas vendía allullas y la otra…  melcocha.

Compré dos bolsas de allullas, y cuando la señora de las melcochas se alejaba decidí llamarla. 

-¿Tiene melcocha suave?- le pregunté más incrédula que confiada. 

Me mostró entonces todas las melcochas que tenía. 

Tan pronto como las toqué, le agradecí. 

De pronto, abrió su mochila y sacó una bolsa con ocho melcochas pequeñitas. 

Aleluya, estas sí eran chiclosas. 

Le pedí todas las que llevaba consigo, pero no tenía más. 

-Son blandas porque se preparan con panela, no con azúcar- me explicó. 

Llevé entonces el único paquetito disponible. 

Al llegar a casa entregué las melcochas a mi tía -no sé si al tocarlas pensó en lanzármelas como meteoritos a la cabeza- pero aprendí dos cosas: que debo pedir melcocha de panela y que “Licán” significa “piedra pequeña”.

Comparte en tus redes sociales
Scroll al inicio