Bagreando

Martín Caparrós, esta vez no pudo ser

Martín Caparrós Guayaquil
Ilustración: Aliatna.

La Feria del Libro de Guayaquil iba a celebrarse entre el 21 y el 25 de septiembre.

Según mis apercibidos planes, acudiría durante todos estos días al Centro de Convenciones para recabar información que sirviera como materia prima para escribir algunos artículos. 

Ese era el plan.  

Había elaborado mi agenda con una buena dosis de entusiasmo y otra tanta de ilusión.

No tenía dudas, ni un solo resquicio, de que presenciaría varios de los coloquios organizados a lo largo de los cinco días que duraría el evento. 

Según transcurrían los días, todo marchaba de acuerdo con lo planificado: libretita dispuesta y grabadora en ristre.

Todo iba bien, todo. Hasta el sábado. 

Ese día, a la una y veinte de la tarde, una camioneta colisionó con un taxi. 

En una ciudad como Guayaquil, en donde las señales de tránsito son un saludo a la bandera, este hecho no hubiera sido una novedad si no fuera porque ese taxi era el que yo había llamado, apeada a la vereda del Centro de Convenciones, para trasladarme a casa. 

Iba a subirme al menciondo vehículo —con la certeza de que más tarde regresaría a la Feria del Libro— cuando un tipo que conducía una camioneta roja, con una melopea de proporciones bíblicas, lo impactó. 

Debido a esta colisión, el taxi me arrastró y me tiró al piso.   

El resultado fue un hematoma en la cabeza, golpes en los brazos y en la espalda, veinticuatro horas de hospitalización y ver truncado el sueño de escuchar unas horas más tardes al cronista argentino Martín Caparrós, quien ese día haría su debut en la Feria del Libro.

Ñamérica, libro de su autoría, voló por los aires y quedó despatarrado en la calzada como resultado del siniestro, convirtiéndose así en testigo silencioso de un hecho cuya pátina dramática le dio un tinte de crónica roja. 

Llevaba conmigo ese libro, el de Caparrós, porque mi intención era quedarme todo el día en la FIL y hacerlo firmar por la noche; sin embargo, la inopinada lógica me gritó al oído que fuera a mi casa a almorzar, luego de la última ponencia de la mañana, para volver al Centro de Convenciones en la tarde/noche.

¿Por qué no me quedé como lo había previsto? me preguntaba mientras me llevaban en una ambulancia a la clínica.

Debido al accidente de tránsito le dije adiós anticipadamente a la FIL de Guayaquil. Le di entonces la bienvenida a una serie de cavilaciones sobre la existencia

En cuestión de segundos, vi la vida como siempre me dijeron que era: efímera. 

Ñamérica, que debía tener plasmada esa noche, en la primera página, la firma de su creador, tuvo que revolcarse en el pavimento para que yo masticara polvo y comprendiera que la guadaña está siempre acechándonos.

No hubo autógrafo ni fotos con Caparrós. El día del accidente, la única firma que vi fue la mía, cuando en la sala de espera me entregaron unos papeles en los que debía plasmar mi rúbrica. Eran los documentos de ingreso a la clínica.

Allí sentí que todo lo que me estaba pasando era intrínseco a la inverosímil e inefable Ñamérica. Y que para nosotros, los ñamericanos, la palabra esperar —como dice Caparrós— es la mejor confusión del castellano.