Bagreando

El día en que casi muero asfixiada en un concierto 

Revista Bagre
Ilustración: Aliatna.

Estaba feliz. Ese día, el 15 de noviembre de 2005, se presentarían en el coliseo Voltaire Paladines Polo de Guayaquil: Enanitos Verdes, Los Prisioneros y Hombres G. 

Tener a estas bandas musicales frente a mí era un sueño. Con ellas crecí, de modo que poder cantar a viva voz La muralla verde, Por qué no se van y Solo un par de palabras me parecía una experiencia mágica. 

Sospechaba que el coliseo iba a estar abarrotado —no siempre se presentan tres bandas icónicas en el mismo sitio—, por ello compré dos entradas a tribuna —la otra era para mi hermana— con la debida anticipación. 

No recuerdo cuánto pagué. De todos modos, era invaluable ver a estos tres grupos musicales en el mismo escenario.

El día del concierto no pude llegar temprano. Mi horario de trabajo no me lo permitió.

El espectáculo empezaba a las siete de la noche, y por más esfuerzo que hice para estar allí lo más temprano posible llegué a las seis y media de la tarde. 

Mi hermana y yo estábamos todavía en la fila cuando Jorge González, de Los Prisioneros, empezó a cantar Las industrias

“Las industrias, muevan las industrias”, escuchábamos desde la fila serpenteante que hacíamos afuera del coliseo. 

Los asistentes no dejaban de corear.

Nos asaltó entonces a mi hermana y a mí esa emoción que solo se experimenta cuando se es adolescente.

No obstante aquello, sentíamos angustia de saber que el concierto había empezado y nosotras, junto a unas 2.000 personas más, seguíamos afuera.

Al cabo de una hora y algo más pudimos ingresar. Para ese momento Los Prisioneros habían tocado cerca de cinco o seis canciones. 

Celebramos ese logro.

Mientras intentábamos abrirnos paso entre la gente, el público coreaba pletórico —quién mató a Marilyn, la prensa fue o la radio talvez—. 

Había una masa infranqueable en el corredor que nos llevaba hasta las localidades que habíamos comprado. 

De pronto, no pudimos avanzar. Lo peor: tampoco retroceder. 

Esa multitud, que ingresó al coliseo un poco antes que nosotras, justo cuando se iniciaba el concierto, decidió quedarse frente al escenario y no continuar hasta sus asientos. 

Entonces vimos a un grupo de chicas y chicos que salían de ese tumulto llorando.

Mi hermana y yo reímos al ver esa escena.

¿A quién se le ocurre venir a llorar a un concierto en el que tres bandas de rock latino son las protagonistas?, nos dijimos telepáticamente. 

Olvidamos ese asunto, y empezamos a empujar a la masa de gente que estaba delante nuestro. 

De pronto comenzamos a oír gritos: —me ahogo, me ahogo, auxilio—.

Y allí estábamos, en el centro de esa muchedumbre, viendo a la gente patalear, empujar, llorar y gritar.

No pasó más de un minuto cuando empezó a faltarme el aire. En ese mismo momento mi hermana gritó: me ahogo, me ahogo… 

Mi hermana es mayor que yo, pero siempre he sido más alta y más grande que ella, por eso no deseaba que se diera cuenta de que yo también me estaba asfixiando. 

—Vamos, vamos—, le gritaba para insuflarle fuerzas.

Mientras la empujaba con todos mis adiposos músculos para abrirle camino sentí desfallecer. Entonces pensé que si no me daba ánimo a mí misma para seguir de pie moriría aplastada. 

—Hasta aquí llegaste, Isabel—, pensé por un momento con el corazón latiendo en cámara lenta y el estridente sonido ambiental perdiendo vigor en mis oídos.  

Volví entonces a preocuparme por mi hermana, que seguía balbuceando: —no puedo respirar, no puedo respirar. 

Así pasamos uno o dos minutos de terror entre forcejeos y gritos.

Finalmente, salimos de ese enjambre de personas. No sé cómo lo logramos, pero cuando lo hicimos lloramos y nos abrazamos durante varios minutos. 

Al cabo de media hora seguíamos conmocionadas con lo sucedido. 

Nunca coreamos ni bailamos “sexo compro, sexo vendo”; ni le hicimos compañía a Marciano, recientemente fallecido, cuando cantó “el extraño de pelo largo, sin preocupaciones va”. 

Estuvimos durante todo el concierto tranquilas, taciturnas, reflexivas. Solo pudimos ponernos de pie cuando David Summers, el vocalista de Hombres G, cantó Temblando

Así estábamos mi hermana y yo, temblando, a pesar de que habían pasado más de dos horas desde que, durante algunos segundos, bailamos con la muerte. 

Ese día juré nunca más volver a asistir a un concierto, pero no pude cumplir mi promesa.

Dos años después, en el 2007, empezó la gira Me verás volver, de Soda Stereo, y fui a verlos. 

Acudí asustada. El concierto estaba pactado para las ocho de la noche, pero ese día yo llegué al estadio Alberto Spencer a las dos de la tarde. Allí canté Cuando pase el temblor a todo pulmón.