Bagreando

Mis anteojos sin patas

cagaprisas
Ilustración: Aliatna.

Cuando me dijeron “cagaprisas” creí que me estaban insultando; sin embargo, el tono de la conversación era amable y la persona que me lo dijo, una amiga entrañable.

Luego de buscar la rara palabra en el Diccionario -cuyo dejo malsonante me parecía curioso- encontré lo siguiente: “Cagaprisas: persona impaciente, que siempre tiene prisa”. 

Tal como había inferido, el vocablo es un taco, lo que me causó risas. Y sí, soy cagaprisas, de ahí que pierda constantemente lo que lleve en las manos. 

Si salgo de casa con un paraguas lo más probable es que no regrese con dicho artículo, con las llaves me pasa lo mismo. Siempre juegan a las escondidas conmigo

Sin embargo, lo que más me causa pesar es la pérdida de mis lentes.  A lo largo de mi vida he extraviado al menos cuatro pares. Son pocos, no obstante, ninguno de ellos permaneció indemne  por más de seis meses…

Los primeros anteojos que tuve eran negros y resistentes. Fueron los que más tiempo pasaron conmigo sin ningún daño; cuatro meses.  Al quinto mes se les salió una luna, pero así, con toda y mi visión pirata, los seguí usando. 

Luego vinieron otros que se me extraviaron al cabo de unos cinco meses. También eran negros, con unos marcos muy parecidos a los que usaba la sardónica Daria. 

Después vinieron los violetas, los más lindos que he tenido hasta ahora. Con ellos vi por primera vez el video de Rozalén: La puerta violeta.

“Una niña triste en el espejo me mira prudente y no quiere hablar”, dice una parte de la canción.

Tres meses después de haberlos adquirido se me quedaron olvidados en algún lado. Lo más probable es que haya sido en un taxi porque hasta allí recuerda mi despistada cabeza el rastro de esos hermosos faroles. 

Elegir lentes siempre ha sido para mí, que soy el paradigma de la indecisión, una tarea ardua. 

He debido escoger entre marcos blancos, negros o violetas; lunas redondas, cuadradas o romboides; monofocales, progresivas, reflectivas, antirreflejo, trifocales y mil yerbas más. 

Ahora tengo unos anteojos azules, sin patas. 

Han sido los menos costosos de mi inventario lentejuero porque con los antecedentes aquí descritos tengo claro que comprar unos buenos lentes para dos o tres meses no es rentable.  

Mis anteojos azules vivieron ilesos durante quince días. Quince, todo un récord. 

Como no eran de buena calidad -decidí comprar los más baratos que había en la óptica de manera deliberada- se les quebraron las patas en un santiamén. 

Pero caminan solos. Incluso ahora, que no tienen patas.  

En algunas ocasiones los encuentro debajo de la cama. 

En otras tatuados en alguna parte de mi cuerpo debido a ese afán desmedido -que tienen- de que los cobije cuando me quedo dormida.  

Son muy parecidos a los que llevaba el poeta Francisco de Quevedo, aunque de estéticos no tengan absolutamente nada. 

Eso sí, tienen algunas virtudes: no pesan, y son antirreflejo. Eso fue lo que me dijeron cuando los compré. 

No son pesados para mi nariz ni para mis orejas; pero sí para mis pestañas, que aguantan estoicamente su volumen cuando me acuesto con ellos para leer un libro o ver la televisión. 

Y así nos soportamos mutuamente. Ellos también son cagaprisas. 

Terminé agradeciéndole entonces a mi amiga porque valoro cada vez que una nueva palabra entra a mi vocabulario. Vuelvo a reír.