Bagreando

El aquelarre de la Barbie

Bagreando
Ilustración: Aliatna.

En la misma medida en que me entusiasma Halloween, soy apática con la Navidad

Tal vez esta preferencia por la celebración “diabólica” nazca de un hecho: me es más grato ver a niños y adultos disfrazados, que a adultos y niños esperando regalos. 

Aclaro que yo también recibí regalos y que disfruté tanto de ellos que terminé dañándolos.

Mi muñeca Marthita me observaba con sus hermosos ojos siniestros, y mi xilófono multicolores me sonreía con su mandíbula sin dientes.

Creo que desde esa época fui decantándome por las figuras poco convencionales. 

Mi querida Marthita era gorda.

Nunca tuve —ni quise— una muñeca con las medidas de la Barbie, aunque mis padres me dieran más de lo que pidiera o necesitara.  

También recibí de ellos la creencia de que dios existe. De mi mamá, desde su orilla evangélica; de mi papá, desde su devoción católica. 

Sin embargo, hubo una cuestión que siempre me atravesó, incluso cuando no sabía lo que era ser atea o agnóstica: me espantaban las palabras santo, convento, salvación, y el manido y escalofriante grito: Cristo viene

Nunca creí en Papá Noel, pero podía jurar por mis huesos que quien me dejaba dinero cada vez que perdía un diente de leche era un ratoncito.

En esa discusión mi fe no permitía impugnación. En esa percepción mi postura era inapelable. 

Estaba realmente convencida de que el ratón era genuino en la misma medida en la que estaba convencida de que Papá Noel no existía.

Y a esa edad no podía distinguir a Santa Claus del treintañero ungido, por tanto si no creía en uno, tampoco creía en el otro. 

Quizá por ello, con la misma vehemencia con la que berreaba para no ir a la iglesia; aullaba para que me compraran un disfraz en Halloween.

Más de una vez sentí mayor temor por la santa trinidad que por Regan vomitando improperios —en El Exorcista— a un sacerdote con crucifijo. 

Siempre, más de lo que hubiera querido, fue más gratificante para mí disfrazarme de gitana el 31 de octubre que sentarme a la mesa en la Nochebuena, aunque debiera disfrazarme también para esa ocasión. 

Esa cena, en la que yo era como la nota disonante de mi xilófono, parecía un aquelarre. Un aquelarre en el que debía estar disfrazada, no de bruja, sino de Barbie

Una Barbie, valga la aclaración, con sobrepeso.

Una Barbie que hoy —aún con sobrepeso— celebra el que sus padres se disfrazaran, sin que fuera Halloween, de sigilosos ratoncitos.