Decía Sergio Doval, en una de sus columnas de opinión, que en el nuevo sistema de creencias las consecuencias de lo que decimos o hacemos se vuelven difusas.
El experto en marketing digital ponía como ejemplos de lo que argumentaba en su artículo al presidente de Argentina, Javier Milei, quien llamó héroes a los empresarios que “fugaban plata», y a Sarah Palin, política de EE.UU. que irrumpió en la escena electoral con discursos extremos y agresivos, sin preocuparse por la verdad o las consecuencias de sus mentiras.
Los planteamientos del artículo de Doval fueron como un atizador de la memoria para mí, porque enseguida recordé la entrevista en la que el entonces candidato argentino opinó sobre el matrimonio igualitario: “Si vos querés estar con un elefante… Si tenés el consentimiento del elefante, es tu problema y del elefante”.
En la misma entrevista, Milei expresó que no se oponía a que dos personas del mismo sexo se casaran, porque el matrimonio era “un contrato que puede ser de dos partes, tres partes o cincuenta, si uno quiere”.
Y así, valiéndose del humor corrosivo, el político libertario zafó de la pregunta que le había hecho un bisexual, como Jaime Bayley.
¡Vamos! Todo el mundo tiene derecho a decir estupideces. Lo perturbador es que lo haga un líder político, y que le aplaudan por eso.
Recordemos que vivimos un nuevo sistema de creencias, como sostiene en su artículo Doval, y los ultraconservadores de derecha lo saben, por eso, con total desparpajo, intentan posicionar la idea de que la población LGBTIQ+ y los pederastas son uno solo.
Por supuesto, mientras lo hacen, se llenan los bolsillos de plata.
La pedofilia, que quede claro, es un trastorno psiquiátrico incurable, según el manual DSM-5, de la American Psychiatric Association (APA), mientras que la tan desdeñada homosexualidad no aparece en ninguna patología psicológica.
Y si bien algunas trans son diagnosticadas con discordancia de género, este no es un trastorno, sino una condición que forma parte de los requisitos para que se sugiera el cambio de sexo.
El problema con los ultraconservadores no son las mentiras que con tono científico o litúrgico divulgan, sino las consecuencias de que éstas sean consideradas ciertas.
Ciertas para aquellos que, acostumbrados a que se les dijera qué versículo leer o cómo actuar, se descubrieron huérfanos cuando por fin asumieron que ni dentro del clero ni al interior de los templos había angelitos, lo que posibilitó el surgimiento de líderes seculares, que trasladaron las sagradas escrituras de las parroquias a los libros, y de los libros a los auditorios.
Pero como era de esperarse, la migración de esas palabras fue convenientemente sesgadas.
Porque cuántos de estos pseudo ministros mencionan en sus cuasi púlpitos el mandato que sale de sus biblias y que obliga a castigar con la muerte a los hijos desobedientes.
¿Cuántos hablan de la prohibición que les impone el texto sagrado de comer mariscos?
¿Uno? ¿Dos? ¿Ninguno? ¿O es que son caja de resonancia de sólo aquello que perpetúa el modelo de vida que les agrada?
Retomando lo que decía arriba sobre la mentira, el mayor problema no es el engaño per se sino sus más vulnerables víctimas, los niños.
A saber, el abuso sexual contra niños y niñas es cometido principalmente por hombres que tienen una vida sexual adulta con mujeres, que no se identifican como pedófilos, y que en gran medida pertenecen al círculo cercano del niño o la niña abusados: abuelos, tíos, padrastros…
De manera que, si el prejuicio contra la población LGBTIQ+ conmina a los ultraconservadores a perseguir pedófilos envueltos en banderas de colores, tal vez estén perdiendo de vista al verdadero monstruo.
Esto no significa, desde luego, que el abuso sexual cometido por el desconocido no exista, sin embargo, las cifras obligan a mirar hacia el interior de la familia, la escuela o la Iglesia, en donde figuras de autoridad pueden abusar sexualmente y durante años de niños o adolescentes.
Los ultraconservadores, no obstante, señalan con inquina a la población LGBTIQ+. Quizá por el endémico interés que tienen de preservar el concepto heteropatriarcal de familia, ya que sus creencias sobre la moralidad están atadas indisolublemente a la ideología religiosa.
Es decir, sin credo religioso, sus valores morales tambalean.
Los prejuicios contra la población LGBTIQ+ abonan a que la sociedad condicione su mirada hacia todas las personas en razón de su orientación sexual. Y es así como quienes pertenecemos a la diversidad sexo-genérica nos convertimos en víctimas de lástima, reproche, crítica, condescendencia, miedo, odio o infamia.
Que me lo digan a mí y a algunos de mis amigos, que cada vez que tenemos algún niño cerca evitamos el contacto visual, por si acaso algún miserable ose en señalarnos.
Y que me lo digan exclusivamente a mí, que doy gracias a la vida por no haber tenido sobrinas mujeres, por eso de que pudieran haberse hecho lesbianas por mi culpa.
Si en general la población LGBTIQ+ fuera pedófila, jamás hubiera luchado por el matrimonio igualitario, es decir, por la búsqueda de una relación estable y legal con una pareja.
Si en general las mujeres trans fueran pedófilos, no quedarían extasiadas hasta el delirio con la masculinidad plena, la que sólo se adquiere en la adultez, cuando “todo” está completamente desarrollado.
Cada vez que los ultraconservadores expresan, con aires de superioridad y humilde benevolencia, que aman al pecador, pero no al pecado, profesan su inconmensurable amor también a los pedófilos.
La homosexualidad es una forma de vida en la que se desea compartir con alguien del mismo sexo, de forma libre, informada y entusiasta. Nada más y nada menos.
Eso no nos hace ni mejores ni peores, tampoco elefantes, y mucho menos pedófilos.
¡Que disfruten del Día del Orgullo, amigues!






