Derechos humanos

Martha Navarrete: “El hospital es mi segundo hogar hace nueve años. No sé hasta cuándo”

mielitis Manta
Ilustración: Manuel Cabrera.

El día que iban a sepultar a su hija, a Martha la bajaron desde el cuarto piso del hospital Rafael Rodríguez Zambrano de Manta para que se despida. Fue apenas un instante.

La llevaron hasta la puerta en una camilla y allí estaba ella, su niña en un ataúd dentro de una carroza fúnebre. Martha estaba conectada a un ventilador mecánico, un aparato que reemplaza a sus pulmones, apenas podía respirar.  Peor  en ese momento que al mirar a su “bebé” sintió que moría, que se le iba la vida, que de nada le servía el pulmón mecánico, si el corazón se le estaba haciendo pedazos. Recuerdos que duelen. 

Ya han pasado  cinco meses de aquello. Ahora las lágrimas serpentean el rostro de Martha Navarrete, quien lleva nueve años viviendo en el Hospital de Manta. 

Ese día fue el tercero, desde que llegó allí, en que pudo salir de la habitación donde vive. El primero fue para ver una casa que le construyeron; y el segundo cuando el hospital entró a reconstrucción. 

Los médicos hicieron un esfuerzo, rompieron sus propias reglas para que Martha, de 35 años,  pudiera ver por última vez a su hija. 

La niña de nueve años había muerto asesinada en una balacera, fue una víctima colateral. Alguien, un sicario, disparó contra un hombre que se encontraba cerca de ella y los mató a ambos. Una desgracia.

Y Martha en el hospital sin poder hacer nada, sin poder salir. Tenía tiempo que no renegaba de su enfermedad, pero ese día habría preferido no tenerla, quizás hasta la maldijo. Quién sabe. 

El 23 de abril del 2014  Martha llegó al área de emergencias  como una paciente más, pero desde entonces nunca volvió a salir. 

Faltaban cinco minutos para las siete de la mañana. Ella lo recuerda muy bien. Ingresó caminando hasta la camilla, pero sentía que no podía respirar, que el pecho se oprimía en cada inhalación, una opresión seca y punzante. Las fuerzas abandonaban sus brazos. Algo no estaba bien en su cuerpo de 26 años. 

Eva Vizuete, médico internista del hospital, explicó que  Martha tiene mielitis Transversa que afectó su médula espinal. Fotografías: Leonardo Ceballos.

Algo, no sabía qué, la estaba paralizando de a poco. Le cerraba el paso del aire y los ojos apenas podían sostenerse. Todo empezó a oscurecerse, el cuerpo se rindió  y zas, se desconectó. Martha tuvo un paro respiratorio. 

La ingresaron a la Unidad de Cuidados Intensivos. Estuvo un año y siete meses conectada a las máquinas, a unos aparatos que le decían a los médicos cómo estaba su cuerpo. Cómo estaba ahora Martha, ahora que una enfermedad la había atacado de la manera más violenta posible. 

Martha despertó y ya no podía mover ninguna parte de su cuerpo. Había quedado parapléjica, solo movía la cabeza. Pero los brazos y las piernas no le respondían. Ya no era la misma. 

El diagnóstico, una mielitis transversa. Una enfermedad compleja, donde  son escasos los casos que llegan al nivel de afectación que tiene Martha. La mielitis inflama la médula espinal y daña el revestimiento (vaina de mielina) alrededor de las células nerviosas. Esto interrumpe las señales entre los nervios espinales y el resto del cuerpo. Lo paraliza. A Martha le pausó la vida. 

La paciente del piso cuatro

Es un día común en el hospital de Manta. Los pacientes van y vienen con recetas y fundas de medicinas. Las enfermeras, señoras y señoritas vestidas de blanco, suelen saludar con ímpetu a los médicos y a algunos pacientes con los que seguramente ya han entablado cierto grado de amistad. 

En el cuarto piso hay, obviamente médicos y también enfermeras, pero en estos nueve años Martha ha visto desfilar a decenas de ellos, los ha conocido poco o quizás bastante, sólo ella lo sabe. 

Martha ha tenido también de amigos a los pacientes que llegan a su habitación, donde hay otras cinco camas. A ella le gusta que lleguen personas porque así no se siente tan sola, comenta. 

La habitación no es grande. Unos 14 metros cuadrados, tal vez más. Una ventana amplia donde se observa parte de la ciudad y donde un soplo de eco parece repetir lo que uno habla. Adentro la gente lucha por vivir. Afuera la vida sigue. 

Martha, de piel blanca como leche, de cachetes regordetes y sonrisa sencilla, ve en el celular lo último que se ha publicado en Facebook. Allí también se ve la vida, pero  sólo lo que el otro quiere que veas y eso la entretiene. 

Martha baja las publicaciones de la red social  con un lápiz que a un extremo tiene amarrada una paleta. Lo sostiene  con la boca y usa la fuerza de su cabeza para deslizar la pantalla. 

 Martha no puede mover su cuerpo del cuello para abajo, lo que obviamente también paralizó los músculos respiratorios y hace que necesite un ventilador mecánico.

Esa técnica, que ha cambiado su día a día, se la dio un enfermero hace unos meses. El muchacho le amarró la paleta al lápiz para usar su celular. Martha, por supuesto, perfeccionó la técnica y la hizo suya, como si fuera parte de su cuerpo. Lo hace muy bien. 

—Es lo que hago todo el día, veo mensajes, veo películas, llamó a mi madre o chateo con un grupo de personas que tienen discapacidades similares a la mía— expresa.

—¿Y no te aburres?

— Generalmente no. Me despierto a las ocho y media de la mañana. Pero duermo  pasada la medianoche— dice Martha y sonríe un poco, la primera sonrisa de la entrevista.  

Cuenta que duerme tarde por dos razones. La primera, ya se acostumbró y la segunda, es que debe esperar a que las enfermeras le aspiren las secreciones que se forman en la traqueotomía (abertura a través del cuello dentro de la tráquea) que usa para poder respirar. 

Martha  permanece conectada, a través de un tubo, a un ventilador mecánico o respirador artificial. El aparato realiza la función de sus pulmones, que debido a la enfermedad perdieron la capacidad de movilidad.

—El día que está máquina falla, que ya ha pasado, deben darme respiración manual hasta que reparen el aparato o lo hagan funcionar de nuevo—señala. 

Los médicos usan un ambu, que es algo parecido a una botella de plástico que presionan para enviar aire a los pulmones.

Es que la máquina que usa Martha ya tiene nueve años en uso, desde que ella llegó al hospital. Trabaja las 24 horas y ya cumplió su vida útil. 

—La máquina también se cansa—dice Martha, hablando del aparato como si fuera una persona.

El día que se graduó del colegio se demostró a sí misma que todo es posible.

—Tiene su función, pero también límites— agrega y la mira como con pena, como su mejor amiga, en estos momentos en que su vida depende del aparato. 

El aparato, el bendito aparato también monitorea su corazón, sus latidos. Necesita estar conectada a él y que el personal médico esté siempre pendiente. 

Esa es la razón por la que no sale del hospital. Martha no puede ir a su casa porque no tiene la máquina, el ventilador mecánico. Tampoco cuenta con los recursos para pagarle a alguien que la cuide las 24 horas. Alguien que le de comer, y la limpie, que sepa de enfermería y sepa darle los cuidados que necesita. 

—Todo esto es muy difícil. Cuando recién me enteré de la enfermedad una psicóloga me estaba ayudando  a comprenderla. Los médicos también me explicaban de la mejor manera. En ese momento supe que mi vida ya no sería la misma. Ahora vivo aquí, no sé hasta cuando.

-¿Y no quieres salir?

—No, este hospital es mi segundo hogar, los enfermeros son como mi familia— dice Martha, muy segura, definitiva. 

Los diagnósticos de mielitis son frecuentes. Sólo que a Martha la atacó con mucha agresividad, señala la doctora Vizuete. Por eso Martha pasa conectada a múltiples aparatos.

Su otra vida  

Pero no siempre fue así. Su vida, la otra, la que tenía antes de que empezara todo, era la de una joven que se casó a los 16 años. Tiene tres hijos, el mayor, Jordan, ahora  de 17 años, lo tuvo a los 18. Luego siguió Sheyla de 15 y la menor Lia de 9 años, quien tenía solo siete meses cuando su mamá enfermó. 

Martha  estudiaba la secundaria, se enamoró por primera vez, y salió embarazada. Allí tuvo el primer bebé. Le fue mal en el matrimonio y se separó. Dos años después se enamoró de nuevo y quedó embarazada de un segundo hijo. La relación no resultó y luego, a los 25, tuvo una tercera hija. 

Fue entonces, seis meses después, cuando le dio la enfermedad. Aun así siguió estudiando  y se graduó de la secundaria. En algunos días de la semana una profesora iba hasta el hospital a darle clases. Martha cumplió unos de sus mayores sueños. Así, en marzo del  2020, llegaron con musetas, capas y toga para que ella recibiera su título. Un día muy especial. 

Las fotos lo dicen todo. Martha sonríe, viste el uniforme del plantel. Alrededor suyo está su familia, y amigos. También los médicos y enfermeras, su otra familia. 

—Fue muy lindo, la verdad que uno de mis mayores sueños porque probé que nada es imposible y que podía seguir adelante.

Y así fue. Martha sobrevivió a la pandemia, por dos ocasiones le dio coronavirus. Martha se sobrepuso, luchó, guerreó hasta que el 13 de marzo del 2023 la mataron en vida. 

Ese día fue cuando asesinaron a su niña. Lia estaba jugando en la vereda, como cualquier otro niño. Tenía en la mano un celular, cuando recibió el disparo apenas alcanzó a entregárselo a su abuelo, luego se desvaneció. 

En el hospital, Martha apenas lo podía creer. Quería verla, pero estaba postrada en la cama sin poder moverse. Pidió por favor que se la trajeran, que quería despedirse de su hija. Ese  15 de marzo el carro de la funeraria entró al hospital. Martha por tercera vez, en 9 años, salía del piso cuatro, solo para despedirse de su niña.