A la doctora Gina Gómez de la Torre el feminismo la interpeló por primera vez durante su primer año en la universidad.
Allí aprendió que para sortear los insultos tabernarios que muchos de sus compañeros le proferían debía madrugar.
“Vienes a buscar marido” y “tu lugar es la cocina” eran parte del catálogo de improperios que los futuros abogados de la República le recitaban cada vez que ingresaba al salón, de ahí que se impusiera el hábito de llegar a clases antes de que ellos ocuparan sus pupitres.
Esos dardos, sin embargo, no solamente caían sobre ella, sino sobre todas las mujeres de su facultad.
Lo logró, no sin esfuerzo. Obtuvo el título de abogada y luego el de doctora.
Profesionalmente, ha sido parte medular de algunos casos emblemáticos.
Como fiscal consiguió que se emitiera la primera sentencia por delito de odio en el país.
Para lograr esa proeza debió enfrentarse a las Fuerzas Armadas, acusadas de racistas por el afroecuatoriano Michael Arce, a quien ella patrocinó.
Este caso le proporcionó suficientes insumos para diseccionar la costilla de la que están hechas las instituciones uniformadas.
Revista digital Bagre conversó con la doctora en derecho larga y distendidamente sobre el femicidio de María Belén Bernal, el espíritu de cuerpo de las instituciones armadas y policiales, la impunidad, el feminismo, el machismo, el aborto, la violencia y una serie de temas inherentes a sus luchas.
—¿El machismo es inmanente a las Fuerzas Armadas y a la Policía?
—Dentro de este tipo de instituciones suelen tener condiciones de formación androcéntrica. Es más, desde muchos años atrás su formación fue esa, y recién desde el año 1987 empieza a abrirse un espacio para las mujeres dentro de la Policía, y mucho más tarde en las Fuerzas Armadas.
Pero su formación sigue siendo androcéntrica y eso está transversalizado. La transversalidad es inherente.
Lo vemos en el día a día, tanto en la formación de la Policía como cuando esta sale a la calle y tiene que defender a las mujeres de la violencia.
Como no hay una concienciación en lo que son los derechos de la mujer ni en lo que significa violencia de género, naturalizan la violencia.
Debido a la formación que tienen y a su mirada androcéntrica, la asumen como normal, como privada, como algo en lo que no deben meterse porque es un problema de marido y mujer.
Estamos planteando un cambio en su sistema de formación, en su visión.
En la formación de los nuevos policías no pueden ser ignorados los estudios y allí cabe la transversalización de temas como género, derechos humanos, y, en especial, derechos humanos de las mujeres.
—¿Cómo se puede desterrar el machismo de instituciones tales como la Policía y las Fuerzas Armadas tomando en cuenta que estas apelan precisamente a la “hombría” de sus integrantes?
—Hay diferencias entre la Policía Nacional y las Fuerzas Armadas.
En las Fuerzas Armadas se tiene arraigada la idea de que la mujer es inferior al hombre. Y al afrodescendiente lo ven incluso por debajo de la mujer; por lo tanto tienen la percepción de que el hombre blanco es superior.
Allí hay una formación machista, un sistema machista.
Al menos en la Policía hemos visto que ha llegado una mujer a comandante general, pero en el Ejército no ha llegado al Comando Conjunto todavía ninguna mujer.
No se lo permiten, no les dejan, no les ascienden porque, según ellos, tienen la gloria y la gloria está dada solamente a los hombres, por eso solo los hombres pueden ir a la guerra.
Las mujeres son el sector débil, el sector administrativo, nada más.
Ese es parte del esquema, pero en la formación ambas instituciones tienen similitudes porque son androcéntricas.
—¿Cómo se rompe con el espíritu de cuerpo en una institución cuya esencia, se supone, es no deliberante? ¿Sus miembros pueden acogerse a la objeción de conciencia?
—El problema es que ellos creen que están más allá del bien y del mal, por encima de la justicia y de todos.
Ellos manejan un sistema de imagen, se presentan con sus mejores logros, buscan la confianza de la ciudadanía, se erigen como garantes del sistema democrático.
Desde ese esquema se sienten con poder, y eso no permite que puedan salirse de lo que consideran el statu quo de las Fuerzas Armadas.
De ahí nace el famoso espíritu de cuerpo. Se cuidan unos a otros, y sobre todo protegen la imagen institucional, por eso se creen gloriosos y se mantienen con las gloriosas Fuerzas Armadas.
En la Policía también manejan ese discurso: son los fiables, los más confiables institucionalmente, y quieren que el caso de María Belén Bernal sea visto como una cuestión humana, relegada a un caso de excepción.
¿Por qué? Porque quieren contar con la confianza ciudadana y mantenerse así.
Eso es lo que da lugar al espíritu de cuerpo: “yo cuido que esto no salga mal, que la institución esté bien y cuido de mi compañero, no importa lo que haya hecho, y permito que parezca una cosa individual, personal, no de la institución.
—¿Y la objeción de conciencia?
—No existe allí. Las Fuerzas Armadas no permiten muchas cosas, por ejemplo están vetadas las diversidades sexogenéricas. Es más, les han dado la baja a quienes, sospechan, son de cierto género o a las personas que no entran dentro del esquema de obediencia y de secretismo.
Eso es lo que les permite mantenerse como ellas desean, con esa imagen de dignas, gallardas, patriarcales, grandes, blancas.
—¿El caso de María Belén Bernal les despoja ante la sociedad de ese aire mayestático y pulcro entonces?
—El caso de María Belén tiene varias aristas. Dentro de un comando policial o cualquier sitio policial debería manejarse el máximo sistema de seguridad, más aún si estamos en un estado en el que la delincuencia y la violencia son graves. Esa seguridad se rompió.
Por otro lado, dentro de la formación policial no se vislumbró un evento de violencia, un evento que además fue escuchado por personas cuya obligación es cuidar, evitar o intervenir en caso de violencia. Decidieron naturalizar el hecho: “en pelea de marido y mujer no te metas”.
Tengo entendido que hubo personas que escucharon los gritos, los pedidos de auxilio de ella; no todos, claro.
Otra cosa altamente preocupante es el manejo de la investigación posterior. No fue el más adecuado, o tenemos que observar cuál fue la intervención de cada institución del Estado para determinar responsabilidades.
Si es que una persona ha sufrido violencia y desaparece, y su esposo dice que la dejó en un taxi a la medianoche, lo lógico es que lo investiguen y no lo dejen ir.
Luego -esto según lo que leo porque me gustaría escuchar la verdad histórica, tanto de la defensa como de la persona que acusa- no se fijó la escena.
La escena tenía que fijarse con la presencia de un fiscal, un fiscal presente, no un fiscal a través de llamada telefónica, porque en el momento que se fija la escena se la tiene que cuidar para que no sea contaminada.
Si acudieron miembros de Criminalística tenía que estar presente un fiscal y quiero saber qué fiscal acudió porque algún fiscal de turno debió existir y debía estar allí para fijar la escena y evitar que se contamine.
Y por último, no se ha establecido por qué tardaron tanto en llevar los elementos y en tomar las versiones. Esa demora dio margen de maniobra al teniente Cáceres para huir.
Todo eso te lleva a un nivel de desconfianza.
—¿Es un crimen de Estado, doctora?
—No lo considero un crimen de Estado. Crimen de Estado fue el de Jaime Hurtado González, porque desde el Estado se concretó una muerte.
El caso de Abdón Calderón, en el tiempo de la dictadura, fue otro crimen de Estado. Desde el gobierno se ordenó su muerte.
Aquí tenemos una violación de derechos humanos, que también nos da como Estado una responsabilidad ante el mundo: primero, la verdad de los hechos, ¿qué ocurrió?
Segundo, la justicia, que este caso sea judicializado de manera inmediata, en forma adecuada y haya sanción, y, por último, resarcimiento.
Con ello las víctimas, en este caso sus familiares, sabrán la verdad.
El hecho de que sea una grave violación de derechos, y por tanto de responsabilidad estatal internacional, evita que el caso prescriba.
Ante la aparición del cuerpo, el caso se establece como femicidio, pero para mí no deja de ser una violación muy grave de derechos humanos, tanto más que la Policía participa para evitar toda la investigación posterior y, por último, permite que el victimario huya.
Ahí vemos el espíritu de cuerpo; quieren evitar que la institución quede manchada.
—El caso de María Belén se ha politizado. ¿Qué consecuencias puede traer esta situación?
—El caso ha calado en los colectivos de mujeres. Es de tal sensibilidad -terrible- que nos obligó a todas a exigir que se busque a María Belén, pero es probable que al darle un manejo político, al ver que un político que no es de su gusto está al frente, los movimientos sociales decidan no apoyar.
Necesitamos seguir apoyando para que las autoridades observen que los movimientos de mujeres tenemos tal fuerza que no necesitamos que nos convoquen, que solas podemos autoconvocarnos.
Tenemos 214 femicidios este año. Eso significa que el Estado no ha impartido justicia, que no se están judicializando los casos, que no hay sentencia, y el caso de María Belén Bernal es representativo por ello.
Se puede establecer un paralelismo entre el caso de María Belén y el de las algodoneras de México porque allí mataron a muchas mujeres y no se investigaba. Decían que su condición de mujeres motivaba su propia muerte.
Fueron tres los casos que se llevaron ante la Corte Interamericana y obligaron al Estado mexicano a cambiar el sistema de investigación, con nuevas leyes y otros protocolos.
Hago esta comparación porque el caso de María Belén nos muestra que aquí está sucediendo lo mismo que en México: no se está investigando adecuadamente, no se está dando una respuesta a las muertes, no se están creando políticas de prevención de la violencia; sin embargo, no por eso debe ser politizado.
Este caso puede ser la bandera de lucha de un movimiento social, el de las mujeres, el de la sociedad civil, ante la falta de respuesta del Estado.
—¿Con qué herramientas se combate la violencia de género, además de la educación?
—Aumentando el presupuesto para prevenir la violencia, incrementando el presupuesto en las casas de acogida, invirtiendo en programas de salud sexual y reproductiva para poder educar en género. También es imperativo que los ministerios manejen y transversalicen la igualdad de género. Eso es lo que necesitamos.
Lo que van a gastar en la demolición del edificio debería ser invertido en políticas públicas.
—¿Usted cree que debido al empoderamiento de la mujer ahora hay más violencia que antes, o nuestras madres y abuelas sufrieron lo mismo, pero en silencio?
—Toda la vida ha habido violencia. El que una mujer tuviera diez hijos, como nuestras madres o abuelas, ¿no era violencia?
El casarse a los 14 años, ¿no era violento?
Las mujeres tenían hijos casi por año y recreaban esa violencia en sus propias hijas.
La violencia estaba naturalizada. Era virtuoso tener diez hijos, y ese virtuosismo, que intenta seguir los pasos de la virgen María, ha hecho mucho daño.
La religión nos ha educado en violencia. La iglesia ha sido durísima con la mujer, por eso tampoco aprueba el aborto por violación al que pone como el peor pecado de la tierra.
¿Por qué? Porque un cura no vive lo que vive una mujer. Hay mujeres que ni siquiera tienen acceso a salud sexual y reproductiva.
—Usted es doctora en leyes y ha sido fiscal. ¿Cuál es el delito por el que más mujeres cumplen sentencia?
Narcotráfico. Las mulas son generalmente mujeres, pero hay otro “delito” actualmente que me preocupa más.
Ni bien sangra una mujer, los médicos llaman a la policía. Ojalá esta llegara con la misma premura que cuando vemos un ratero. ¡Es terrible!
Una mujer que no puede tener un hijo es señalada como mala madre porque ¿cómo va a hacer eso?
Ahora investigan en la Fiscalía desde una concepción patriarcal.
Para las ONG es duro enfrentar estas cosas. En los hospitales siguen pensando que si se alumbra un niño muerto o la mujer llega sangrando ha tomado Misoprostol o lo que sea, y llaman a la policía; lo ven como lo peor de la Tierra.
Pero cuando ese niño nace y es el cuarto o quinto hijo de una mujer que habita en el Guasmo y que vive de lo que lava o vende, nadie se preocupa por él.
En Ecuador no dan educación sexual y reproductiva porque los políticos quieren una población de desecho —así la cataloga el Banco Mundial o el FMI— que solo sirva para darles el voto.
Estas personas no van a recibir educación ni salud sexual y reproductiva jamás porque a ellos, los políticos, no les conviene; con darles un mes antes de las elecciones una camiseta tienen el voto ganado.
—¿Cómo se aprobó la ley contra la violencia? ¿Fue difícil que los patriarcas del Congreso de ese tiempo la aprobaran?
—Cuando trabajaba en el Congreso —ahora Asamblea— vinieron las organizaciones de mujeres para pedirle a quien fuera mi jefa, Aracely Moreno, que sacara la ley contra la violencia que llevaba años guardada.
Aracely era presidenta de la Comisión de lo Laboral y Social, y me dijo con su voz costeña: ¿qué hacemos, Gina?
Le dije que la debatiéramos como paso previo al trámite legal, pero en realidad hacíamos los debates rápidamente porque lo que necesitábamos era las firmas.
Cuando menos pensaban los diputados, pasaron los dos debates y la ley entró al pleno. Para esa instancia llegaron mujeres de todos lados al Palacio Legislativo.
Era la primera ley contra la violencia de la mujer, y recién en ese momento, al ver a tantas mujeres apoyando, entendimos lo que se estaba logrando.
Recordaba cuando trabajaba en una comisaría como amanuense y las mujeres que llegaban golpeadas debían poner la denuncia a través de un hermano o un primo porque era prohibido denunciar al marido. Esa violencia era considerada un asunto privado.
Al mes de la entrada en vigencia de esta ley, las comisarías de la mujer creadas para el efecto comenzaron a llenarse de denuncias. El asunto era grave porque la violencia era terrible.
La ley no era nuestra sino de un montón de gente. No hubo tiempo para perfeccionarla, si lo hacíamos, la ley no hubiera pasado.
Con Aracely, del MPD, se hizo un trabajo interesante en cuanto a mujeres y organizaciones.
Lolita Villaquirán, que me parece era socialcristiana, fue la artífice. Todas querían la ley, aquí no hubo bandera política, la única bandera era sacar la ley porque el problema de la violencia era evidenciarlo.
Se aprobó en noviembre de 1995, cuando Fabián Alarcón era el presidente del Congreso.
—Usted logró la primera condena por delito de odio en Ecuador frente a una institución intocable: las Fuerzas Armadas. ¿Cómo fue esa hazaña en la que tuvo que enfrentar a una institución constituida generalmente por hombres?
—Si veo una injusticia y tengo la oportunidad de que sea sancionada, me involucro. El caso vino a través de la Defensoría del Pueblo.
Se evidenciaba, en efecto, un caso de racismo. Yo no manejaba el tema de odio racial, ni tenía idea porque venía de casos de narcotráfico, pero tenía el chip de los derechos. Y me pongo a buscar si había antecedentes y no encuentro ninguna sentencia por racismo.
Busco documentos del extranjero y encuentro un manual elaborado en España sobre el delito de odio.
Me involucro entonces con expertos en antropología y derechos humanos, como John Antón, quien sabe muchísimo de afros, y Gino Grondona, un psicólogo que entendió la sicología social, pero que solo había trabajado para grupos LGBTI.
A Grondona le pedí que aplicara la misma jurisprudencia para grupos afro.
El militar acusado contrata al abogado de Rafael Correa, Caupolicán Ochoa, para que yo desista, pero nunca entendí de órdenes porque soy medio anarquista.
Era notorio el odio racial en ese caso, pero fíjate que quien más me impulsó fue una mujer, víctima secundaria: la madre de Michael Arce.
Ella fue quien más me impulsó porque lo que le hizo las Fuerzas Armadas a su hijo —discriminarlo por afroecuatoriano— también se lo hacían a su etnia.
Vino luego el doctor Juan Pablo Albán, de la clínica jurídica de la Universidad San Francisco, que dijo: yo voy a defender a Michael.
Él tenía muchos conocimientos en derechos humanos y tratados universales. Unirnos los tres fue maravilloso.
Perdimos en primera instancia, también en segunda, pero en la Corte Nacional veían que el caso se iba a la Corte Interamericana y falló a favor.
No se ofrecieron, sin embargo, disculpas públicas. A las Fuerzas Armadas no les agradó que rompiéramos el statu quo, pero además se evidenció que el racismo allí es terrible.
Aceptan afros en la tropa, en servicio, pero no en la formación de oficiales.
Ellos son una casta. En esa época, cuando tuve ese caso, yo era fiscal y tenía cierta protección, pero hoy defender a Michael Arce sería firmar mi pena de muerte.