Cultura urbana

La prostitución o el arte del abanico

Prostitución
Ilustración: Manuel Cabrera.

Va muriendo el fulgurante sol y el jolgorio en la calle con la peor reputación de Guayaquil —debido al tufo disoluto que despide y al oficio que allí se ejerce—, crece como el giste de la cerveza, esa espuma burbujeante que se desparrama incontrolable cada vez que alguien se sirve la bebida.

Son las cinco de la tarde, pero parecen las tres de la mañana. El clima efervescente del lugar no guarda concomitancia con la hora; solamente las migajas de los rayos solares y el horario de atención plasmado en un letrero —de once de la mañana a ocho de la noche— anuncian que todavía queda tiempo para la juerga.

Allí no hay aprensión, recato ni promesas.

Lo que sí pululan son mujeres de todas las edades, todos los colores y todos los tamaños. Algunas llevan más trapos que otras, pero la pudibundez no forma parte del ADN que las atraviesa. Varias, más de las que pueden ser contadas, sujetan abanicos con los que procuran verse inalcanzables.

Este artilugio sirve también para cubrir -cuando así lo desean- sus anónimos rostros. Y probablemente, al menos por estos días, sus apretadas mandíbulas.

Una colega de la oficina —así le llaman al lugar de trabajo cuando tienen familiares delante de sí— ha sido asesinada —cuarenta y ocho horas atrás— por su marido, allí mismo, en el despacho en donde todos bailan como si nada hubiera pasado.  

El feminicida salió de la cárcel y acudió directamente allí para reivindicar su honra herida: la mujer nunca lo visitó cuando estuvo en prisión. 

Relata una amiga de la víctima, con unos ojos saltones que han visto más de lo que quisieran, que el infeliz le propinó varios disparos. Por ese motivo nadie quiere hablar. Nadie. 

—Es lo único que te puedo decir —manifiesta la compañera de batallas dolida mientras observa hacia todos los puntos cardinales en búsqueda de alguna mirada  escudriñadora.   

En el barrio de la tolerancia, más conocido como La 18, el movimiento no cesa. El nombre original de la calle es Salinas, pero nadie la llama por su nombre. Está situada en el suroeste de Guayaquil, en la parroquia Febres Cordero. Fotografía: Revista digital Bagre.

Ojos lascivos

La 18, como es conocido el sector, es en realidad un tramo amurallado de la calle Salinas. Abarca dos cuadras y desde hace más de cincuenta años fue asaltada por la concupiscencia de la carne. 

Sobre sus dominios se levantan alrededor de unos sesenta bares, treinta de cada lado separados por un patio cuya parte central sirve de observatorio para quienes van en búsqueda de placer.   

Desde esa línea caminan con sus ojos lascivos los cuerpos de quienes ofrecen encuentros lúbricos.

Esta tarde hay alrededor de unos doscientos inquilinos. Llevan pantalonetas roídas; límpidas guayaberas, y cordones que brillan como si fueran de oro. Tal vez lo sean.

Cada sorbo de alcohol, cada pitada de tabaco —y de marihuana— se convierten en un estímulo para que todos los falócratas allí reunidos vean crecer sus bigotes.  

La música no es ajena a la atmósfera: “Y si quiere que le explique, yo voy a meterle el diente”, canta un parlante a todo pulmón. 

Si el amor se asomara por ahí y pudiera ver las camas que se esconden más allá de lo que los ojos pueden mirar, se tomaría un frasco de citalopram. O dos. 

 La salsa choke Tokyo suena a todo látigo: 

—To to to pa pa pam. To to to vamo a calentarno to.

Nos marchamos de allí. 

Hasta el 3 de septiembre de este año, la Alianza Feminista para el Mapeo de los Feminicidios en el Ecuador registró 206 femicidios. En el 53% de los casos, los femicidas tuvieron una relación sentimental con la víctima. Por otro lado, 32 de las 206 víctimas denunciaron a sus agresores; 8 de ellas tenían boleta de auxilio y 13 sufrieron abuso sexual. Al momento, 4 de noviembre de 2022, no hay cifras actualizadas

El ambiente disoluto queda atrás y la cacofonía musical va perdiendo músculo. Empieza entonces a oscurecer. 

La 18 abre sus puertas a las 11:00 de la mañana y cierra a las 20:00. El ingreso está prohibido para los menores de edad; quienes deseen ingresar deben presentar la cédula de identidad para que el guardia que custodia la entrada permita el acceso. Fotografía: Revista Bagre.

Diosito es grande…

Dos cuadras más abajo del epicentro de la jarana, la pulsión ha bajado su frecuencia y Gina Moreira camina hacia su casa. Lo hace antes de que todo quede consumado en su oficina. 

Lleva un jean azul, un buzo con capucha y unos zapatos deportivos. Ha debido cambiarse antes de salir de La 18, pero aún pisa el eufemísticamente llamado barrio de la tolerancia porque en las calles circundantes también se vende sexo. 

La abordamos y acepta subir al vehículo en el que nos trasladamos. Un contacto al que ella conoció en La 18 nos acompaña. 

Gina no pone reparos en hablar sobre su profesión. Tampoco se niega a que su voz quede plasmada en una grabadora. Eso sí, es determinante al decir que no quiere fotos. 

—Trabajar en la prostitución no es bueno ni malo, pero hay mujeres como yo que de ahí nos hemos levantado —dice con voz firme pero al mismo tiempo cálida. 

—¿Cuántos años tienes en la prostitución?, le consultamos. 

La pregunta la transporta a esos días en los que sus vapores por primera vez se mezclaron con los de sujetos sin nombre.  

Todo el primer mes —nos cuenta— debió ponerse una almohada en la cabeza mientras ellos reptaban sobre su cuerpo. Se acostumbró. 

Gina tiene cincuenta años, veintiséis de ellos poniéndole el cuerpo al peligro. Y a eso que sus clientes llaman orgasmo. 

Le preguntamos si se enamoró de algún cliente y responde ipso facto

—Por supuesto que me he enamorado de alguno. 

Recuerda especialmente a un chico que trabajaba en la operadora Claro con el que empezó a salir y al que no vio más cuando supo que ella tenía cuatro hijos.

Le dolió hasta el tuétano la relación abortada. 

En cada bar del barrio de la tolerancia trabajan entre ocho y quince trabajadoras sexuales. Fotografía: Revista digital Bagre.

Ahora Gina tiene siete hijos, el mayor, de 33 años, y el más pequeño, de doce.  

—¿Ellos saben a qué te dedicas? —le indago. 

—Siempre he sido discreta, pero me han preguntado. Les he dicho que son habladurías, que no hagan caso. 

Gina no mide más de 1,60 m y es de complexión rolliza, pero no podría decirse que es gorda. 

Asevera, con un candor disonante con su vocación, que a ella todos la conocen como “Gina, la culona”. 

Su risa entonces detona y así deja el camino expedito para futuras preguntas, y más dosis de carcajadas.

Su trajín no ha estado exento de sustos. En tres ocasiones han querido matarla

Se ha salvado “porque Diosito es grande”. 

La primera vez que le bailó la parca fue cuando trabajaba en Salomé, un night club situado en las calles Quito y Vélez. 

Recuerda vívidamente el día de ese suceso porque Ecuador acababa de clasificar por primera vez al Mundial. 

—Esa noche un señor me dijo para ocuparme, me fui con él; cuando me estaba desvistiendo salió del baño totalmente agresivo; se había metido coca, y me agarró por la fuerza porque quería hacerme sexo anal. No accedí a sus deseos. Con el pico de una botella casi me corta esto —relata mientras acerca su mano derecha al cuello y hace un movimiento de este a oeste. 

Un tipo escuchó los gritos —continúa su relato— y pateó la puerta. 

—Salí de la habitación corriendo, completamente desnuda. Fue horrible, dejé de trabajar un mes; me dediqué a lavar ropa en casas. 

(Gina pone de colofón su risa cada vez que narra un acontecimiento desagradable).  

Y otra agresión más

Otra vez cogió un carrito blanco en la 17 y el sujeto la llevó por el estadio de Barcelona

—En esa calle oscura, la del Consulado, empezó a  meterme mano: que sí, que bájate, que aquí. Se empezó a poner violento y le dije que me fuera a dejar  donde me recogió. 

—Ni v.., yo te traje —le respondió. 

Se bajó del carro, le tiró la puerta y se metió en una garita donde había un guardia. 

—Ese man andaba en algo peligroso. Tuve suerte —reflexiona. 

Parte central de la calle donde la mayoría de los clientes se colocan. Suelen beber y fumar mientras observan a las trabajadoras sexuales. Revista digital Bagre.

En otra ocasión, mucho tiempo después, le sucedió algo parecido. 

Un abogado al que conocía la llevó a su departamento, en un quinto piso, próximo al parque de Las Iguanas. En la habitación sacó un cuchillo y Gina tuvo que brincar de una ventana a otra. 

—Casi me vengo abajo. El señor consumía drogas. Hay personas que consumen droga pero no se les nota. 

Desde ese día decidió hacer los puntos —felación, sexo griego… (cada uno de ellos corresponde a un punto)— en el sitio donde estuviera trabajando. Y ponerse reglas. 

—Jamás me embarco con nadie; todo lo hago en el mismo sitio, por eso me gusta La 18; allí cobro quince dólares por punto, pago tres por la cama y el resto es para mí. 

(En La 18 los valores que cobran las trabajadoras sexuales responden a una tarifa fija: el punto cuesta 15 dólares; los tres puntos o una hora 40 dólares; medio día, 100 dólares, y una noche 120 dólares). 

El costo de los servicios que prestan las trabajadoras sexuales oscila entre los quince y ciento veinte dólares. Fotografía: Revista digital Bagre.

Nada de perica ni de “H”  

Gina va contando sus cuitas sin orden ni concierto pero desmenuzando a detalle sus anécdotas. 

Ha hecho suyas cinco reglas autoasumidas que sigue a pie juntillas: número uno, saber elegir a sus amistades; número dos, analizar a los clientes; número tres, quedarse en el sitio donde ha sido contratada; número cuatro, no pararse en cualquier calle; y número cinco, no meterse en pelea ajena.  

Si no se hubiera impuesto estas reglas, dice, estaría muerta, como cuatro de sus amigas. 

Karina (night club Salomé); Katherine (La Habana); Rocío (El Vikingo, Guasmo); Marina (Mil Amores, La 18). 

—Karina bebía; grupo con el que tomaba, grupo con el que se iba. La mamá la encontró un mes después en la morgue; la identificó por un tatuaje. 

Los otros casos tienen que ver con parejas y drogas. Finalmente, todos son feminicidios

—Desde que me metí en la prostitución escojo mis amistades; por ejemplo, mis amigas, con las que tomo, son como yo: nada de perica (cocaína), nada de H (droga derivada de la heroína y otros químicos), nada de peleas; cuando hago amistad con una compañera que jala cocaína me retiro porque eso es meterse en problemas.  

—¿Y los feminicidios quedaron en la impunidad? —le consulto 

Todos, no conozco un solo caso en el que fuera detenido el culpable; no había cámaras tampoco. 

En cuanto a los lugares de prostitución más peligrosos del país, Gina menciona la ciudad de Machala

Hace unos tres años, seducida por la sugerencia de una de sus colegas, agarró sus bártulos y se marchó para ese cantón. 

Empezó a trabajar en el night club La Puente, donde pagaban bien. Un día fue a ofrecer sus servicios en el parque Central, después de salir del bar, y un tipo se le acercó para “ocuparla”. Ella accedió. 

De vuelta en el parque para ver si algo más salía, dos colegas le robaron doscientos dólares y le propinaron una golpiza que casi la deja muerta. 

—Ahí sí es bravo, más bravo que Guayaquil; allí no te advierten sino que de una te van dando palo o te hincan. 

Confiesa que nunca ha llevado ningún objeto para protegerse, pero que está consciente de que a veces hace falta, no solo por ellos sino también porque algunas de sus colegas llevan navajas o se colocan Gilletes debajo de la lengua para rayar la cara. 

—Cuando veo que estoy en peligro lo primero que hago es buscar una botella para picarla; los zapatos de cristal también son otra poderosa arma.  

Al encuentro de nuevos horizontes ha viajado a Milagro, Huaquillas, Machala, Perú…

—En Guayaquil todo está flojo; los mejores lugares para conseguir ingresos actualmente son Posorja (Guayas), Chile y Perú. Yo me hago por la mañana de dos a tres camas y me voy porque no hago nada más; luego vuelvo, en la tarde. Las peladitas tienen más chance, pero ni así. Lograrán llegar a los 100 dólares un día bueno, durante el resto de la semana, de tres a cuatro camas diarias no pasan.

Se va unos años atrás en sus recuerdos y dice que las tuneadas le ocasionaron dolores de cabeza. 

—Me vine abajo con la aparición hace quince años de las tuneadas; luego llegaron las chamas (venezolanas) pero las sacamos —de La 18— porque estaban dañando el negocio; cobraban ocho dólares: cinco por el punto y tres por la cama. ¿Puedes creer? —pregunta retóricamente. 

Parece un ritual: los clientes se colocan en medio de la calle para observar a las trabajadoras sexuales y luego elegir. La calle parece un patio de colegio debido a que no tiene techado pero sí paredes de ingreso. Fotografía: Revista digital Bagre.

Chulos ya no hay…

En La 18, Gina aprendió muchas cosas que no sabía a pesar de que había trabajado muchos años en night clubs, casas de citas y centros de masaje. 

—A los 32 años dejé de trabajar en night clubs porque allí solo cogen peladitas. Me sacaron. 

Fue justamente en la calle Salinas, en la célebre cuadra de La 18, en donde se enfrentó al hecho de tener que andar escasa de ropa —no sexi ni elegante como en los night clubs— y conocer a los famosos chulos

—Nunca antes había bailado con hilo a la luz del día. Si a un chulo le quitaban su peladita, ese hombre daba a matar; cogía el tarro (la plata) y entregaba contaditos los condones a la chica. Si la pelada no llevaba un condón contado, palo contigo. Ni chulos ni cabrones hay ahora; la economía no da actualmente para mantenerlos. 

Gina se contradice al decir que no hay chulos. Según su relato, las trabajadoras sexuales son golpeadas por sus maridos cuando no les dan dinero. Colegimos entonces que la denominación “chulo” ha sido reemplazada por la de “marido” para dar énfasis al hecho de que tienen una relación con ellos.

Gina debe renovar cada tres meses el carnet profiláctico y someterse cada quince días a exámenes de sida y sífilis

—Me sacan dos tubos de sangre cada dos semanas; gracias a dios estoy sana— aclara con la mirada limpia. 

—¿Los funcionarios son rigurosos con los exámenes? —le consulto. Antes de que termine la pregunta dice que sí, que anulan inmediatamente el carnet cuando encuentran VIH o algo más.   

También explica que algunos clientes le han pedido el carnet para constatar que esté libre de enfermedades de transmisión, y que otros se colocan hasta dos preservativos.

—Nunca he tenido nada grave, ni gonorrea ni nada parecido, eso sí las prostitutas sufrimos a menudo de infección en las vías urinarias, debido a la cantidad de preservativos y óvulos que utilizamos. 

Otro problema al que se enfrentan, debido a su trabajo, es la menstruación. En ese sentido, ella decide no trabajar cuando tiene la regla, pero algunas colegas suyas sí. 

Ante esta situación, sus compañeras se meten tres paños húmedos y tampones porque, según Gina, si no ganan plata y tienen marido estos les pegan. 

Nunca, pero nunca —asevera ella— ha echado mano de las pastillas que cortan la regla porque ocasionan cáncer. 

—Hay mujeres que no ven regla en todo el año debido a esas pastillas.  

De las 67 mil trabajadoras sexuales que hay en el Ecuador, 54 mil son jefas de hogar, es decir, mantienen sus casas y a sus hijos. 

Esta cifra; sin embargo, además de que no está actualizada es incompleta porque existe un subregistro. Con la aparición de la pandemia, la prostitución se incrementó

Buena parte de los clientes llegan en motos. La zona, que ya es peligrosa de por sí, se vuelve más compleja a partir de las seis de la tarde. Fotografía: Revista digital Bagre.

Luego de conversar durante cuarenta minutos con Gina pide que la dejemos en su casa.  

—Déjame en la 17 —dice, tras las cincuenta vueltas que ha debido dar en el vehículo para poder hablar tranquila. 

Meterse en la piel de una prostituta es una empresa ardua, más aún con aquellas cuyo recorrido es tan largo como el de Gina.  

Ha dejado los poros y la adrenalina en La Pacha, La Champagne, La Talibán, La Vikingo; 10 de Agosto y Pío Montúfar; Hurtado y José Mascote; Mercado Central; La 18 (todo esto en Guayaquil); La 22 (Milagro); La Puente (Machala); Huaquillas (El Oro); Perú… 

Antes de bajarse dice que quisiera retirarse y ponerse a vender comida. 

-Yo fui evangélica y me aparté pero tal vez vuelva. Los que me conocen dirán: -Ay, la Gina, después de tantas diabluras anda con la Biblia-. Y Dios no es juguete, yo amo a Dios y solo él conoce mi corazón.

Nos marchamos de La 17 con la sensación de que sabemos todo de Gina y al mismo tiempo nada, pero resuena en nuestras cabezas algo que también dijo y no enumeró entre las reglas que se ha autoimpuesto: 

—Si quieres sobrevivir en esta profesión debes aprender a callar.

Y se hace el silencio…