Cuando se le consulta a la activista Virginia Gómez de la Torre si Manuela Sáenz era o no feminista, se queda unos minutos en silencio y luego responde:
—Es un ícono que no ha sido reconocido del todo. Ella fue tras el sueño no solo del país que quería liberar, sino de su amor, y fue capaz de decidir por su felicidad, porque estaba casada y dejó a su marido. Es maravillosa, lo que pasa es que, a la luz del siglo XXI, de lo que yo soy como mujer, ella tenía un sueño que coincidió con su amor, pero yo soy incapaz de seguir a un hombre (Manuela siguió a Simón Bolívar) por más que lo quiera.
Virginia, activista de despacho, calle, datos y demandas, resume el sentimiento de muchas feministas que ponderan la valentía de Manuela, pero al mismo tiempo condenan la sumisión de la que se enorgullecía ante quien fuera su idolatrado amor: Simón Bolívar.
—Yo amé al Libertador, muerto lo venero —dijo a menudo Manuela.
En efecto, Manuela cabalgó por los Andes detrás de Bolívar, sin embargo hizo suyas las ideas libertarias antes de que pudiera conocerlo.
La medalla Orden del Sol, que llevaba orgullosamente en su pecho el día de su primer encuentro con Bolívar, otorgada en Perú por José de San Martín, evidenciaba su inapelable posición frente al colonialismo español, a pesar de que su padre —Simón Sáenz de Vergara— había nacido en España.
Cuando Manuela conoció a Bolívar, en la fiesta de bienvenida del Libertador —en 1822, un mes después de la Batalla del Pichincha— bailaron durante varias horas minués y contredanses. A la joven quiteña poco le importaron las miradas inquisidoras de los invitados, a pesar de que estaba casada con James Thorne.

“De tal madre, tal hija”
Manuela fue concebida fuera de matrimonio. Esa situación hizo que estuviera permanentemente en guerra con la sociedad conservadora de su época (1797-1856).
En la serie de 60 capítulos que Netflix produjo en 2019 sobre la vida de Simón Bolívar puede verse a una Manuela más cercana a lo que fue en vida, si tomamos como referencia el libro del antropólogo inglés Víctor Wolfgang von Hagen, quien buceó en bibliotecas e instituciones privadas y públicas para retratarla.
Y es que Manuela (La Sáenz, le decían sus detractores) era dueña de una personalidad arrolladora.
Cuentan los historiadores —Pablo Neruda y García Márquez también la perfilaron— que Manuela Sáenz era una mujer de armas tomar, pero de armas tomar no solamente en el sentido figurado sino también en el literal. Si tenía que disparar lo hacía, de ahí que tuviera desavenencias con el propio Bolívar, quien sabía en qué momento debía actuar con diplomacia.
“Soy amiga de mis amigos y enemiga de los enemigos de mis amigos”, repetía como quien se sabe estar rodeada siempre de traidores.


“¡Qué mal me iría en el cielo!”
Cuando James Thorne, su marido, le pidió que volviera con él, la resuelta Manuela respondió:
—Yo sé muy bien que nada puede unirme a Bolívar bajo los auspicios de lo que usted llama honor. ¿Me cree usted menos honrada por ser él mi amante y no mi esposo? ¡Ah!, yo no vivo de las preocupaciones sociales, inventadas para atormentarse mutuamente. (…) En la patria celestial pasaremos una vida angélica y toda espiritual (pues como hombre, usted es pesado); allá todo será a la inglesa, porque la vida monótona está reservada a su nación (en amores digo; pues en lo demás, ¿quiénes más hábiles para el comercio y la marina?). El amor les acomoda sin placeres; la conversación, sin gracia, y el caminar, despacio; el saludar, con reverencia; el levantarse y sentarse, con cuidado; la chanza, sin risa. Todas estas son formalidades divinas; pero a mí, miserable mortal, que me río de mí misma, de usted y de todas las seriedades inglesas, ¡Qué mal me iría en el cielo! Tan malo como si me fuera a vivir en Inglaterra o Constantinopla, pues me deben estos lugares el concepto de tiranos con las mujeres, aunque no lo fuese usted conmigo, pero sí más celoso que un portugués. Eso no lo quiero. ¿No tengo buen gusto?
Uno, dos, tres, disparen…
Manuela era aficionada a las fiestas. Por las noches organizaba convites en la Quinta de Bolívar, en Colombia, donde se presentaba con vestidos de última moda.
A sus manos llegaban revistas como London Mail y Variedades, de las cuales copiaba trajes que eran la envidia de sus congéneres. Entonces las lenguas de las honorables damas soltaban veneno. Además veían con recelo que la “primera dama” fuera una “querida”.
Una de las anécdotas más conocidas de Manuela es la teatralización del fusilamiento de Santander, vicepresidente de la Gran Colombia y enemigo subrepticio de Bolívar.
Un 24 de julio —cumpleaños de Bolívar— Manuela, como señora de la Quinta, preparó la mansión para las celebraciones.
—Cuando el licor hizo sus efectos, uno de los invitados tuvo la mala ocurrencia de mencionar el nombre de Santander. Esa mención fue como una chispa que cayera en un barril de pólvora, y en momento todavía más desdichado, otro de los invitados propuso que, siguiendo una costumbre española, se fusilara a Santander en efigie. Manuela aceptó la propuesta. Jonatás (su esclava) trajo un saco, lo llenaron de trapos, lo vistieron con un viejo uniforme de oficial y pusieron a “Santander” un bicornio.
La misma Manuela dibujó la cara del enemigo y por si hubiera alguna duda de quién era el personaje pintó un letrero en el cual escribió: ‘Francisco de Paula Santander, ejecutado por traición’.
Un pelotón de soldados, que ya comenzaba a sentir los efectos de la chicha, llevó a “Santander” hasta las puertas de la finca y lo arrimó en la pared. El coronel Crofton ordenó a su ayudante que diera la orden de fuego.
—Me niego, mi coronel, a participar en esta indigna farsa -respondió. Crofton le impuso un arresto, formó a los soldados y dio la orden de fuego. “Santander” se desintegró ante la descarga. Esa descarga se oyó en todo Bogotá.
Manuela así destruyó todos los cuidadosos planes diplomáticos que había procurado Bolívar para no enemistarse con Santander.

Manuela y sus mostachos
Manuela tenía predilección por el oporto, el tabaco y los gatos. Usaba atuendos de soldado. Lo hizo en Junín y en Lima, donde se paseaba en su amaestrado caballo ante la mirada atónita de la sociedad.
En Colombia hizo gala de su destreza como jinete cuando enterada de la victoria de Portete de Tarqui organizó una comida campestre.
El coronel Boussingault estaba entre los invitados. El militar narra que cuando se dirigía al sitio del encuentro vio a un grupo de jinetes que adelantó su paso. En ese grupo iba un oficial superior. La situación le parecía extraña porque se habían puesto de acuerdo en ir con ropa de civil.
—Cuando me acerqué para saludar al coronel este maniobró para ocultar su rostro. De pronto el hombre se volvió y soltó una carcajada femenina. Vi que el “oficial” era una mujer bonita, a pesar de los enormes mostachos que llevaba. Era Manuelita.
Se dirigieron a las cataratas de Tequendama. Luego, cuando el licor les pasó la factura, vio a Manuelita en el borde de la roca, que avanzaba hacia el precipicio, haciendo ademanes frenéticos. El bramar del Tequendama impedía oír lo que Manuelita gritaba.
—Salté inmediatamente hacia ella y agarrándola por el cuello de su uniforme traté de ponerla en un lugar seguro. Imposible. El Dr. Cheyne, que advirtió el peligro, acudió corriendo, se sujetó a un robusto árbol y agarró con su mano izquierda las magníficas trenzas de la imprudente Manuela en el momento que parecía decidida a lanzarse al vacío. Por la noche, nos vimos de nuevo en el salón de la casa de Manuelita (se veía tan lozana como por la mañana), y con encanto y visible entusiasmo dijo: Tenemos que volver a esa catarata y pronto.

Amar sin consecuencias
El anecdotario desopilante de Manuela es fértil; sin embargo, su vida no estuvo exenta de compromisos. Guardó los archivos de Bolívar con celo, consiguió donaciones para la causa libertaria y salvó la vida del Libertador cuando intentaron asesinarlo —25 de septiembre de 1828— en el Palacio de San Carlos, en Colombia.
Para la sociedad del siglo XIX era díscola por su condición de amante y por rodearse siempre de hombres, especialmente militares, los amigos leales de Bolívar.
A Sáenz se la representa como “loca” transgresora y lenguaraz pervertida. En todo caso, Manuela siguió los designios de su corazón y con ello, sin ser consciente, puso en la picota a la sociedad de la época.
“Era estéril, por eso pudo amar sin consecuencias”, dijo de ella uno de sus médicos, el Dr. Richard Ninian Cheyne. Un comentario, a todas luces, misógino, como casi todos los que les dedicaron los historiadores de su época.
Fuentes: Las cuatro estaciones de Manuela (Victor Wolfgang von Hagen 1953); Manuela Sáenz, la gran verdad (Ketty Romo-Leroux 2010).