Era un miércoles soleado de mediados de octubre en Quito.
En el corazón de su centro histórico, el arte se manifestaba ante mis ojos a través de Gabriel Tábara.
Sentados en un café al aire libre, yo observaba con curiosidad al artista plástico nacido en Guayaquil, cuyo padre, Enrique Tábara, había impregnado su marca personal en el competitivo mundo del arte.
Enrique Tábara, pintor y escultor de renombre, no sólo en Ecuador sino en Europa y el continente americano, había heredado a su hijo una sensibilidad única para las cuestiones artísticas.
Mientras la luz del ardiente sol quiteño caía sin piedad sobre las callejas antiquísimas, la atención de Gabriel se centró en una pared de la cafetería, con la pintura desgastada por la humedad y el paso del tiempo. Yo, apenas la noté.
Sin embargo, él encontró en ella la forma de un zapato, similar a los que su padre había pintado en una de las últimas etapas de su proceso creativo:
—Mira, ahí está un zapato como los que dibujaba mi padre.
Encontrar inspiración en las piedras
Esta revelación me sumergió en el mundo de los Tábara, donde la belleza se oculta en detalles que para otros, pueden parecer insignificantes.
—Mi padre se inspiraba en cosas que pasaban desapercibidas para los demás.
Mientras me lo decía, su mirada seguía fija en la pared. En ese momento percibí que la genialidad de Enrique Tábara, había sido transmitida a Gabriel, de alguna manera.
Continuando con estas revelaciones “sin importancia”, Gabriel me comentó que se había dedicado un tiempo a coleccionar piedras convencido de que, cada una, era única y especial.
—Todos los colores que necesitamos están en la naturaleza. Ella es la mayor fuente de inspiración.
Estas palabras me las dijo mientras señalaba un árbol cercano. Este acto de sencillez refleja su profunda percepción sobre la vida y el arte.
Gabriel también me compartió la historia detrás de los reconocidos “Pata Pata” de su padre, una creación casual que se convirtió en un nuevo inicio de su carrera.
Mientras se hospedaba en un hotel en Nueva York, Enrique Tábara dibujó una figura humana. Pero sintió que su trabajo carecía de sorpresa y evolución. Pensó que estaba estancado.
Rompió la cartulina en la que había dibujado y se dio cuenta que las piernas, separadas del resto de la anatomía, se podían transformar en elementos independientes.
Con el tiempo, las bautizó como “Pata Pata”.
Posteriormente procedió a “vestirlas”. Es así como empieza a plasmar zapatos. A continuación, “Pata Pata” y zapatos se convierten en sus sellos distintivos.
Los “Pata Pata” recreados por Gabriel Tábara
Para Gabriel, que había sido tallerista de su padre, recrear los “Pata Pata” es algo natural.
Enrique Tábara no sólo le enseñó a tensar lienzos y mezclar colores. Sino también el proceso de creación de estas obras icónicas.
Un día, mientras se encontraba en un edificio en construcción, Gabriel tomó cemento y dio vida a una escultura de “Pata Pata”:
Al terminar el café, Gabriel y yo recorrimos el centro histórico de Quito.
En la calle García Moreno encontró una pared, que yo había visto en innumerables ocasiones. Sin embargo, después de mi encuentro con Gabriel, me di cuenta que nunca la había observado.
La mezcla de piedras y su disposición capturó la atención del artista:
—Esto es una fuente de inspiración. De aquí puede surgir una obra maravillosa.
Más que su formación en bellas artes, Gabriel Tábara posee una inclinación natural y auténtica por el arte.
Con la herencia artística de su padre y sus aspiraciones personales, está decidido a forjar su propio camino.
No cabe duda que logrará destacarse y perpetuar el legado de Enrique Tábara. Tiene la madera para conseguirlo.