Cultura urbana

Casas Colectivas. “Queremos vivir y morir aquí” 

Casas Colectivas
Ilustración: Manuel Cabrera.

Desde la ventana de “Rogelio”, el cielo siempre es demasiado chico. Desde allí no es posible contemplar el mosaico de techos oxidados que circundan su departamento, ni mucho menos el horizonte del suburbio oeste cuando cae el sol. Dice que la hizo más pequeña a propósito, para evitar que los dueños de lo ajeno incursionen en su casa. No es que haya muchas cosas de valor, pero lo suyo es lo suyo.

“Rogelio” tiene un reloj de pared con un segundero medio desanimado, que en vez de avanzar parece retroceder; un corazón de Jesús siempre dispuesto a negociar; una radio de poco alcance con música nacional y unos cuantos muebles en los cuales hay que calcular bien antes de sentarse pues no están del todo parejos. El hombre da la impresión de que lo atacaron entre todos sin que pudiera defenderse.

“Bueno, peor no puedo estar, pero Dios no me deja caer del todo, aquí sigo mientras pueda. Hay que ser como los gatos, si se cae, que sea de pie”.

Su voz, entre ronca y espaciosa, sirve de mucho a la hora de evaluar su situación. Vive allí desde hace 30 años, cuando se unió a una mujer cuyo nombre prefiere no dar y quien se fue a España, en donde no solo consiguió trabajo sino otro marido, una nueva vida lejos de la pobreza y de este hombre cuyo futuro siempre fue incierto.

“Cuando llegué a las colectivas trabajaba como oficial de albañilería, pero un sábado de Semana Santa me vine abajo con un saco de cemento y me fregué la columna; me operaron pero uno ya no queda bien. Por eso dejé de trabajar y estoy como estoy”.

Una hermana que vive en el Guasmo Sur se encarga de aliviar un poco su tragedia y es quien ve por él hasta que tenga fuerzas. 

“Rogelio”, al igual que la mayoría de los moradores, no paga arriendo, agua, ni energía eléctrica desde el año 2005, gracias a que el IESS se desatendió del complejo habitacional -ubicado entre las calles Gómez Rendón, José Mascote, Calicuchima y Avenida del Ejército-, lo cual también motivó que los inquilinos dejaran de pagar sus obligaciones con las empresas de servicios básicos, CNEL e Interagua.

Según la Corporación Nacional de Electrificación CNEL, el consumo mensual de las casas colectivas supera los 2.200 mensuales. Si se toma como referencia este valor, desde el 2005 hasta la fecha, la cantidad adeudada sería de 475.200 dólares. 

“Cuando se construyeron estos bloques los que ocupaban eran los afiliados al IESS, que es el propietario, pero luego el Seguro dejó de atender a los bloques y la gente se fue, llegaron otras familias y allí comenzó este relajo”, explica “Rogelio”, en tanto desde afuera llega la voz como atormentada de un vendedor de piñas y sandías.

Las casas colectivas fueron construidas en la década del 50 del siglo pasado, exclusivamente para los afiliados al IESS. Fotografías: Jorge Ampuero.

De Venezuela, a pie

A pocos metros del mínimo departamento de “Rogelio” se oye a una mujer reconvenir a un niño que estalla en llanto inconsolable. Se llama Dayana Villasmil, tiene 28 años, llegó de Venezuela “caminando” y no encontró mejor lugar para instalarse con su hijo y su marido que uno de los departamentos desocupados de las colectivas.

Reacia a dejar entrar, ella atiende desde el pasillo que huele a humedad, a polvo, a abandono, a vida maltratada.

“Mi marido trabaja vendiendo caramelos en la calle Quito y yo, como soy enfermera de profesión, cuando alguien necesita, de aquí mismo del vecindario, le pongo un suero o una inyección. Eso por ahora, porque nuestro plan es irnos a Chile, donde vive una tía mía que está bien por allá”.

Debajo de la puerta de Dayana una manguera de plástico le suministra agua por la cantidad que quiera pues tampoco paga por ese servicio. Ni por nada. Para ella, estar allí le ha significado un poco de sosiego, aunque hay cosas que no le gustan, como la forzada compañía de otros vecinos que, sugiere, son de dudosa reputación. 

Afirma que hay que tener cuidado, que es mejor ser amigo de los malos, que en su país la cosa es parecida, que la droga es la perdición del mundo.

Los departamentos esquineros son los únicos que tienen dos dormitorios.

Algo de ambiente, el diario vivir 

Abajo, en el patio, varias mujeres se dedican a lavar ropa. Ninguna tiene lavadora y hacen de sus manos el mejor instrumento cuando se trata de exprimir sábanas y toallas. Hablan en voz baja, ríen, miran de reojo, sospechan que alguien quiere saber más de ellas. El flash y el ruido del celular, cuando hace fotos, las atemoriza. Quieren esconderse. 

Tres chicos con un corte de pelo similar, tipo cadete, entran y salen por las mismas. Uno de ellos lleva un balón de fútbol y viste una camiseta en cuya espalda se lee “Lewandosky”. No hace falta imaginar que el resto de la tarde se la pasarán dándole a la redonda en un par de canchas adyacentes o en la calle Calicuchima, donde pasan menos carros.

En el bloque dos la historia no es muy diferente del primero: gente pobre que vive arracimada y con pocas esperanzas de seguir allí, pues se ha dicho que los van a desalojar porque existen planes de hacer un centro de salud, un hospital de atención materna, todo lo cual implica buscar otro lugar donde vivir.

Pero hacerlo no es tan fácil, en especial para quienes tienen argumentos legales que sustentan sus demandas. 

Un estrecho pasillo comunica los patios interiores de las casas colectivas.

Juntos, pero no  revueltos

Bernabé Mora es otro de los inquilinos, pero de esos que solo hablan desde lejos, desde un segundo piso, apenas mostrando la nariz. 

“Esto no es como lo que sucedió en Portoviejo, en Los Tamarindos, después del terremoto del 16 de abril, cuando decenas de vagos, fumones y extranjeros sin papeles se metieron a vivir allí porque sus dueños abandonaron los edificios. A esos se los puede sacar sin mayor problema, pero aquí no pasa eso. Yo trabajé 28 años en una empresa de colas -gaseosas- y merezco un sitio donde pasar los pocos años que me quedan. Las autoridades tienen que darnos solución”.

El caso de Mora -nombres y apellidos no comprobables- es el de la mayoría de los inquilinos, muchos de los cuales terminaron pagando un arriendo de 5 dólares mensuales. Eso, cuando se acordaban de pagar, ya que el Seguro se olvidó del asunto hace más de 10 años y propició el desgaste de la responsabilidad adquirida.

En los bloques viven cerca de 700 personas, más de la mitad son niños.

De aquí mismo 

Muchas de las familias que habitan en los bloques se formaron al calor de la intimidad de sus escaleras y pasillos, de sus callejones y ventanas.

Una de esas familias es la de Leopoldo Cortez, un anciano de 78 años que se enamoró de su vecina, doña Carmen, viéndola todas las tardes tender la ropa. 

“Nosotros conocimos a nuestras parejas entre los vecinos. Mi compadre Cicerón fue lo mismo y hasta mi hijo Pedro se hizo de una de aquí”, indica don Leopoldo, quien ve en esas coincidencias algo positivo “porque siendo familia nos cuidamos de mejor manera”.

Desde una ventana del tercer piso una mujer echa al vacío una canasta agarrada de una cuerda para que un vendedor de legumbres se la llene. Lleva en su interior un papelito con todo lo que necesita para hacer el almuerzo, además de un billete de cinco dólares. 

La técnica de compra se repite en otras ventanas, aunque no todas las canastas llevan dinero, al menos que sea visible. El “casero” anota en una libreta todo cuanto debe cobrar el fin de semana o cuando se pueda.

Pocos bajan a comprar a la tienda, primero porque eso de bajar tantas escaleras cansa a cualquiera y, segundo, porque es peligroso y nunca se sabe.

Algunos departamentos fueron invadidos por gentes de bajos recursos.

“Miss Loren”

Un movimiento de mesas de plástico avisa que, dentro de más o menos una media hora, comenzará el bingo de los miércoles en mitad del patio del bloque dos. ¿Por qué allí? Porque es en este bloque donde hay más necesitados.

Al menos, eso es lo que afirma Lorena Velázquez, una joven mujer que vende helados y hielo en funda, pero que en este momento tiene afán por colocar sobre las mesas fundas de arroz, azúcar, aceite y unas latas de atún.

Es tan popular que todas la conocen como “Miss Loren”. Lo de miss porque tiene un rostro de película y una existencia, también, de película. Se niega a revelar detalles de su vida, solo dice que ha escapado de morir cinco veces, la última a manos de un delincuente a una cuadra del bloque, una madrugada que volvía de una fiesta.

“El infeliz no solo quiso violarme sino matarme. Terminé con dos puñaladas en el abdomen, pero Dios todavía no me quiere arriba. Además, tengo a mis hijos. Será por eso que siempre salgo viva de todas”.

Lorena es esmeraldeña, madre soltera y apenas sabe escribir su nombre. Está aprendiendo a leer con un pastor evangélico leyendo la Biblia. Asegura que a veces se aburre de tantas letras y palabras, pero el pastor le ha dicho que no solo está aprendiendo a leer sino también a ser una buena hija de Dios.

La joven mujer, quien no recuerda haber pagado arriendo, tiene dos hijos, producto de dos compromisos, y es por ellos que, todos los días, ruega que haga calor y no le quede ni un helado.

De acuerdo al tiempo calculado, al menos 25 mujeres se agrupan -algunas llevando su propio taburete- para dar inicio a un bingo en donde la voz de “Miss Loren” dirá quién se lleva los multiproductos.

El calor de la temporada obliga a instalar una piscina en el patio del bloque uno.

Incertidumbre… y esperanza

Denny Brito es quien preside la Asociación de Inquilinos de las Casas Colectivas. Por su juventud no pereciera llevar consigo la responsabilidad de dar esperanzas a quienes, hace tiempo, la perdieron. 

“Aquí en los dos bloques vivimos cerca de 700 personas, de las cuales unas 400 son niños o menores de edad”, cuenta Brito, cuyo departamento tiene dos dormitorios por ser esquinero. Los demás solo tienen un dormitorio y están conectados por un estrecho pasillo en donde todo se hace sombras.

Brito reconoce que hay un caos jurídico que está pendiente por resolver y que solo 40 personas han arreglado su situación legal. El resto vive esperando que las autoridades les den pronta solución, pues están hartas de vivir como viven: sin pagar agua, luz, ni ningún servicio desde hace casi 20 años.

“Unas de las cosas que queremos es que estas casas sean declaradas Patrimonio Cultural, de esta forma ya no tendríamos que salir porque las casas no se podrían derrumbar, como se pretende. El asunto se encuentra avanzando, pero hay que esperar porque hubo cambio de autoridades municipales”. 

Conscientes de que su situación es compleja y que se requieren decisiones drásticas, Brito afirma que no se han quedado cruzados de brazos y que, por ejemplo, mediante la autogestión, han pintado las paredes internas de los bloques. 

Respecto a la seguridad, también acepta que existe cierto nivel, pero que la “gente exagera, en todos lados hay peligro; lo que sí es cierto es que, como algunos departamentos quedaron desocupados, vino gente de todos lados, invadió y se metió allí”.

Un informe del Ministerio de Vivienda cifró en casi 600.000 las familias que no cuentan con casa propia en el país. Aunque la cantidad, al menos en Guayaquil, donde el flujo de familias que llega a poblar las zonas perimetrales crece a diario, puede resultar solo aproximada, es un claro referente de que la situación es compleja.

“Nos han dicho que nos quieren mandar a Socio Vivienda o a otra ciudadela popular, pero nosotros queremos seguir aquí, vivir aquí y, como nuestros abuelos, morir aquí”, manifiesta Brito, dando  entender que la esperanza no es lo último que se pierde, que siempre hay algo más.