Salomé Cisneros Ruales: «Bailamos para seducirnos a nosotras mismas»

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Fotografía: archivo personal de Salomé Cisneros. Ilustración: Alicia Galarraga.
Salomé Cisneros Ruales es bailarina profesional. Antes de decantarse por la danza, Salomé fue balletista. Para Salomé, "lo importante es que mi arte no se contamine, sea sincero, auténtico, que cautive, y que en ese objetivo no me pierda".

Salomé Cisneros Ruales tenía apenas siete años cuando acompañó a su hermano al Instituto Nacional de Danza, y se enamoró del ballet. 

Ese no fue, sin embargo, su primer contacto con la danza. Formaba ya parte del grupo de música y danza tradicional Huasipungo, del Centro Cultural Guambrateca, en donde saboreaba una pizca del gozo que supone el encuentro con la corporeidad.  

Allí bailaba sanjuanitos, pasacalles y otros ritmos populares con un entusiasmo que se vio menoscabado cuando conoció el ballet. 

Nunca antes había visto unos salones que tuvieran espejos y barras por doquier ni había ejecutado una coreografía sobre un piso —linóleo— que le permitiera a su pequeña anatomía levitar, volar, trascender… 

Esa solemnidad, sumada a la pulcritud de las niñas que ahí rebullían, con sus peinados y uniformes inmaculados, removió su existencia. 

Entonces vino lo obvio: convencer a sus padres de que ella debía también ser inscrita donde su hermano estudiaba. 

Como actores de teatro popular y súbditos de todo lo que tuviera que ver con las artes escénicas, Héctor Cisneros y Lourdes Ruales auspiciaron con vehemencia el  anhelo de su hija. Lo que no se imaginaron era que Salomé iba a ser rechazada en la audición. 

Pero cuando se trata de los sueños de los hijos, la punible palanca se vuelve una encomiable catapulta. Y allí fueron, a hablar, con quien fuera necesario. 

Finalmente, en la segunda audición ocurrió el milagro. 

—Te ven el cuerpo, la talla y la anatomía porque comienzan a configurar tu cuerpo de formas no normales —aclara Salomé, hoy, a sus 32 años, con un esbozo de sonrisa al recordar que le rompieron el corazón cuando fue proscrita a los siete años de edad debido a su sobrepeso. 

No se achicó. De hecho, intuía, a tan corta edad, que la disciplina es el motor de la consecución de las metas. 

Por eso, durante tres años, acudió religiosamente de tres a siete de la noche al Instituto Nacional de Danza para continuar con su utopía de convertirse en bailarina. Y luego, durante ocho años, a la Escuela Metropolitana de Danza —Metrodanza. 

Danza contemporánea 

A medida que crecía, la adolescente Salomé iba explorando nuevas cosas. En los niveles intermedios de sus estudios en Metrodanza, se topó con la asignatura danza contemporánea. Y su corazón volvió a latir a raudales.

—Fue wooowww… Ya no era el hada que quería salir volando, ahora me sentía como un puma o un tigre que quería enraizarse. Me encantó bailar a pie descalzo, llegar al piso, conocer esas otras formas de movimiento, más animales, más fuertes, con mayor energía y fluidez.    

Una vez graduada, Salomé y sus compañeras debieron enfrentarse al precario mundo profesional del Ecuador, socavado aún más por la presencia de bailarines extranjeros que buscaban también un espacio, de modo que las jóvenes egresadas no tuvieron oportunidad de formar parte de la planta del ballet profesional, salvo un par de ellas que cumplían con la estética corporal.  

Salomé habla de ello sin ninguna brizna de xenofobia ni de complejos. 

Pero ese portazo, luego de tantos años de aprendizaje, la llevó hasta el IUNA, Instituto Universitario Nacional de Artes, en Argentina, en donde amplió sus horizontes y estudió Danza Teatro.

Al cabo de un año volvió. 

Desde ese momento y paralelamente a sus estudios en la carrera Artes Escénicas, de la Universidad Estatal de Cuenca,  Facultad de Artes, ha buscado la forma de trabajar en lo que ama, siguiendo el ejemplo de sus padres y encarando con tesón el fiasco que significa ser gobernados por jefes de Estado que desdeñan de la cultura. 

La danza, un camino de disciplina

—Entiendo la honestidad de las academias, pero yo viví con el látigo del “sobrepeso”, condicionada todo el tiempo por mis kilos. Cada vez que pasaba de nivel tenía una condición de estrés inmensa, sin embargo, eso al final no limitó mi sueño porque le metía ganas. Me sacaba la madre… 

La técnica del ballet busca moldear los cuerpos y esa reconfiguración es anormal —expresa Salomé—, pero también aclara que existen otras formas de movimiento a las que todos los cuerpos pueden adaptarse. 

Explica también que en general todos caminamos con los pies paralelos, pero que en el ballet se trabaja una posición llamada en dehors, un elemento estético indispensable y básico de la danza clásica, que consiste en abrir los pies hacia los lados, lo que significa que la articulación coxofemoral comienza a cambiar de dirección y esa pequeña rotación hace que las rodillas y los talones se abran todo el tiempo, colocándolos en una posición anatómica anormal.

—Es como ejercitarse para ser superheroína. Ahora que entiendo estas cosas, pienso en la energía que invertía cada tarde para ser la mejor: alzar más la pierna, sostener los dieciséis tiempos. El cuerpo te tiembla, sudas, y tienes que concentrarte además en que las piruetas te salgan.

¿Y el fisioterapeuta?

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Es verdad que el cuerpo se acostumbra a las posiciones que exige el ballet, pero este nunca deja de doler, manifiesta Salomé. Entonces recuerda la lesión que sufrió a los 18 años cuando trabajaba en puntas. 

Le diagnosticaron una tendinitis rotuliana que los fisioterapeutas no supieron tratar porque no eran especializados en bailarines. 

Ante ese hecho, sus padres se asustaron.  Los médicos, al parecer, también: le sugirieron que se retirara. Ella no lo hizo.

Al margen de lo dicho, Salomé es rotunda en algo: si bien el ballet transforma los cuerpos, se trata de una disciplina hermosa. 

Hoy por hoy, siente los beneficios de los años de práctica. Pero además pondera el que este género sea la base para entender todos los otros lenguajes del baile. 

—Haber hecho ballet primero, entender esos códigos de alineación del cuerpo para poder después deconstruirlos y comenzar a comprender los otros lenguajes del movimiento me ha facilitado la vida. 

La magia de la interpretación 

Salomé matiza que es maravilloso que se pueda nacer con un talento para el baile, pero de ninguna manera desestima el aprendizaje. 

—Si naces con talento es perfecto porque hay allí una esencia que no te la quita nadie, pero también está ese otro lugar bonito de sentir que no sirves para algo y que, estudiando, puedes  llegar a encontrarte. Aunque también es peligroso porque en este malentender de la danza la vanidad te hace creer algo que no es. El arte escénico es un arte vivo, y como tal te permite tener contacto directo con la otra persona, con otro cuerpo sintiente, que sabe si de verdad estás sintiendo o estás sobreactuando.  

A juicio de Salomé, hay un pequeño momento de magia en la interpretación. Ese instante permite que todas las miradas se posen sobre el artista, pero si este tiene esa esencia pretenciosa de “mírenme, mírenme”, ahí no va a pasar nada. 

«Somos artistas vivos» 

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El cuerpo es la principal herramienta de un bailarín, de ahí que Salomé sepa que si no recarga energía, no se cuida, no descansa, no se alimenta bien, difícilmente puede conectar con su audiencia. 

—Somos artistas vivos. Los que hacemos arte vivo debemos estar conscientes no sólo de nuestros cuerpos más sutiles (energía, alma, espíritu), sino también de nuestro cuerpo/cuerpo (materia, carne, músculo, piel, huesos, órganos). Todo debe estar alineado. 

Hace un mes, el 16 de abril, cumplió 32 años, y ese deseo febril que tiene, de bailar siempre, la convoca a cuidarse. 

Lo hace ejercitando su cuerpo y ocupándose de su alma y su espíritu; teniendo un espacio para estar en silencio, meditando, entrenando, creando, conectándose con su cuerpo. 

El espacio público es retador 

Salomé apela a la creatividad cuando se trata de financiar una actividad que, como la danza, es costosa. 

—Hay que ser recursivos —sugiere. 

Recuerda entonces que su familia no es acaudalada pero que le enseñó a ser creativa para resolver,  por ejemplo, problemas de vestuario, escenografía, comida, hospedaje, movilidad.

Se retrotrae al pasado y rememora aquellos tiempos en que semaforeó.  

Semaforear significa bailar debajo de un semáforo en alguna calle de la ciudad.

Era una época en la que tenía mucha energía, la necesaria —23 años— no sólo para bailar sino también para llamar la atención, porque a quienes conducen “les vales madre”. 

Ahora que ya no lo hace, saca a limpio esa experiencia que pareciera ser divertida. De hecho, lo es, pero tiene un rasgo que le disgusta, o del que no se ufana. 

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—El espacio público es retador. Al ser mujer y bailar en la calle me pongo en un lugar de vulnerabilidad, pero siento también que me aprovecho de eso. He ido con todo mi personaje, trenzada, con pelos de colores, con oufits bien bacanes, y me he aprovechado de esa vulnerabilidad para que me acosen,  pero he recibido lo que he querido, ganarme unas monedas para mis gastos diarios. 

Esa ecuación la orilló, en su momento, a hacerse una de las preguntas más honestas que se ha hecho en la vida: “¿para qué verga hago esto?”. 

—Ahora pienso en cómo generar espacios para que las mujeres podamos bailar libres, tranquilas, mostrar nuestras formas de sensualidad, sexualidad y placeres sin miedo. Me enfoco en tener un espacio para que nos juntemos a bailar arrebatadas, es decir de estas maneras que están tachadas socialmente de imprudentes, seductoras, pero en cuya pulsión no hay deseo de seducir a otros sino a nosotras mismas. 

La danza como medio de transformación 

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Salomé también practica dancehall y twerk. Y es en estas otras tesituras dancísticas donde nota las habilidades que le dio el ballet, como la alineación y la flexibilidad. 

¿Ballet o bailes urbanos? ¿Qué prefiere Salomé? 

—Son universos extensos y ambos me enamoran —expresa sin titubear. 

El ballet nace en 1600, mientras lo urbano entre 1970 y 1980 —explica— pero para ella es mágico cómo ambos grupos humanos encontraron ese universo de posibilidades en el movimiento y en la estética.

—Todo se va complementado y así he tenido chance de estar en varias cosas, tanto underground como curadas y un poco elitistas.  

Hoy ofrece espacios para niñas, niños, adolescentes, jóvenes y personas que quieren usar la danza como medio de transformación y autocuidado, tanto físico como psicológico.

De hecho, trabaja en tres proyectos actualmente: Dancehall, a través del cual enseña y monta espectáculos vinculados a la esencia dancística jamaicana y sus precedentes musicales como el ska, el rocksteady, el dub y el reggae. Hechizos de Amor Propio, que fusiona el arte del female dancehall y el twerk, con los conocimientos de terapias holísticas para mujeres de todas las edades. Y el Jam de las Caderas, un vibrante encuentro que se desarrolla el último domingo de cada mes y que celebra la diversidad de la danza como herramienta para empoderar vidas. 

Con este último proyecto, que no tiene fines de lucro, busca construir una comunidad que comparta con ella la pasión por el movimiento de caderas y el cuerpo como forma de insurgencia.

—Enseño desde un lugar que no es el mismo que busca formar bailarines para que formen parte de una compañía. En mi forma de difundir la danza busco que sea amable, y para todos los cuerpos. Solo se necesita voluntad. Con eso voy trabajando. 

La danza como una manifestación de resistencia

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Salomé ha sacado su danza a la calle, a los espacios de manifestación y de luchas sociales. 

Allí se ha vinculado con grupos vulnerables: la población LGBTIQ+, madres adolescentes, jóvenes con adicciones, migrantes.  

De esa manera le pone el hombro a la vida en todas sus formas. 

Entonces recuerda a las personas de la población LGBTIQ+ con las que ha compartido escenarios, como Jordy de los Milagros y Ramona, quienes practican voguing, un género urbano de origen estadounidense que aterrizó en Latinoamérica de la mano de la población LGBTIQ+. 

El vogue o voguing es una forma estilizada y moderna de bounce dance originada en la década de 1980, que evolucionó a partir de la cultura ballroom de Harlem, en Nueva York.

—Desde siempre he sentido interés por trabajar con personas vulnerables, inspirada en lo que hacen mis padres por la incidencia y el trabajo social a través del arte popular, también inspirada por mi tía —Alba Cisneros Sanches— y su trabajo social con su   fundación en un barrio que se llama La lucha de los pobres, en el sur de Quito, donde daba apoyo escolar, y en las vacaciones iba siempre con mi pa’ para presentar alguna obra. 

Sueños van, sueños vienen… 

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Para Salomé es vital, urgente, imperativo, que las mentes sean descolonizadas, sobre todo las de las mujeres. En esa frecuencia vibra en este momento. 

Por eso cree que es necesario rescatar la cultura popular, las tradiciones, lo de Ecuador, hibridando los estilos tradicionales, como la marimba y la bomba; lo contemporáneo y lo ancestral.

—Somos un mestizaje amplio y en mi lugar de hacedora de la danza me gusta compartir. 

Actualmente se encuentra a un paso de su licenciatura, de modo que sus sueños más inmediatos son terminar la tesis y tener una escuela de arte popular, anhelo que tiene como referencia de sus padres, un espacio en donde pueda enseñar teatro y danza, con acceso para todes.

—Yo ofrezco la danza como un medio para el autoconocimiento, para el autocuidado, tanto individual como colectivo, y ese cuidado es integral, inclusive para la Tierra, porque estamos en un momento tan destructivo, de tanta oscuridad, que deseo ser luz y, a través de ella, equilibrar todo lo que sucede.

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