Sirenas

Misa de bromelia, un relato erótico-onírico

relato erótico
Ilustración: Juan Fernando Suárez.

La noche se extendía sobre el jardín como un dios muerto, como un pájaro. Ya iba a acontecer, a ocurrir. Señora Leonor descendía de los balcones arropada con su manto de virgen. Dentro de ella, la bromelia que se hundía durante las sagradas menstruaciones. Era su adorno más preciado. Bajo el vestido destilaba almíbares y perfumes que hormigas ávidamente recogían para sus subterráneos artificios. Las otras vírgenes encendían lámparas, candiles, diminutas fogatas al escuchar a Señora Leonor dar su último paseo del día. 

—Buenas tardes, Señora Leonor —decían.

Ella solo las miraba, dulcemente. Asentía con los ojos, con una leve sonrisa. 

Las madreselvas danzaban trágicamente, agarradas a la piedra. Tal vez ellas lo sabían. 

***

A la hora séptima, Juan regresaba de los viñedos de su amo. La túnica se le había vuelto bermeja de sangre de uva, de la misma tierra. Le brillaba la frente por el sudor. Parecía una diadema que derramaba alegremente sus cristales. Vio a Señora Leonor sentada bajo el enebro mayor, justo al lado oeste del huerto, donde el sol estaba culminando su eterna procesión. Tuvo deseo de acostarse en la hierba, rozarle con la lengua los rosados pezones, sacar de ellos el néctar profundo, el dulzor primitivo. Mucho tiempo meditó estas cosas hasta que sintió fiebre. Era el fuego de las lámparas, la agonía solar, el incendio que se extendía hacia el cuerpo de Señora Leonor. Eso era. 

Juan intentó huir, se quitó la capucha que le cubría los rizos, huyó. Pero por donde corría, el ardor era el mismo, la avidez se le acrecentaba en el pecho, en la ingle, en las costillas, como si de una serpiente se tratara. Ya no podía distinguir los senderos: el día había perecido. Su cuerpo era una estatua ante la posibilidad. Sí. Sabía que aquella noche poseería a Señora Leonor. Rápidamente hizo una antorcha de ramajes, de hojas secas. Con piedrecillas hizo el tan anhelado fuego. Emprendió la marcha de regreso al jardín, a la casona de las vírgenes, con la túnica abierta ya para que no se pierda ni un segundo. Los murciélagos, de vez en cuando, le hacían entrecortar la respiración con sus apogeos nocturnos, pero avanzaba sin pausa, avanzaba. Tenía que encontrarla antes del sueño. 

***

Llegó justo antes del oscurecimiento de la última lámpara. Para su sorpresa, Señora Leonor estaba en el mismo lugar, no se había movido. Sostenía entre las manos un pequeño candil de cobre. Como si lo hubiese estado esperando.  

—Señora Leonor, no se me resista, vengo desde los viñedos.

No hubo respuesta. Solo lo miró, bajo el velo. Sin abrir siquiera los labios. 

—Señora Leonor, estoy con deseos. Deseos de usted. 

Se entreabrió las faldas, descubriendo la valva, y en medio de ella, la bromelia blanquísima reteniendo los flujos. Brillaba, centelleaba, se movía entre el musgo de su pubis, enraizándose aún más. Juan no puede más que hundirle la mano entre las gasas del vestido. Arranca la íntima flor, dejando caer hacia el suelo coágulos, riachuelos frescos, recién brotados. Señora Leonor recostó su espalda contra el árbol para que terminara lo que vino a hacer. Copularon entre las frutas. Una, dos, tres veces. De vez en cuando soltaba grititos, gemidos de virgen. Juan le susurraba conjuros, deliciosas profecías. Entre grandes ahhhhh se le escapaba el alma, por un instante. Luego seguía, entre los muslos de Señora Leonor, destilando su espesa miel de hombre.

Al sentir la estrella matutina frente del alba, Juan prorrumpió: 

—Cásese conmigo, Señora Leonor. 

Pero ella, por vez primera, respondió: 

—Ya estoy casada. Vine aquí para parir. Las criaturas siempre vienen muertas. No se me pegan al vientre. 

Juan se quedó callado. Vio, entre todo lo que había salido de Señora Leonor, a la flor, casi marchita. La tomó y la engulló completa. Luego volvió a unírsele, se unieron nuevamente, cuatro, cinco, seis veces. Cada vez que entraba en ella, le rompía el himen, pero este le crecía nuevamente entre cópula y cópula. Su virginidad resistía. 

—Le bordaré unos animalillos en el vientre, Señora Leonor. Unos leopardos blancos, de nieve. Tendrán sus ojos. Crecerán junto a las aguas y los jacintos. Beberán sangre. Y usted, usted se casará conmigo.

Lo miró como la primera vez. Así. Ya amenazaba, entre las nubes, el resplandor. Señora Leonor se recogió, lista. Sintió diminutas fieras escalándole el útero, mordiendo sus ovarios, asentándose en las carnales paredes. 

—No sobrevivirán —dijo.

Y se levantó, antes de que se esparciera la mañana.


Victoria Vaccaro García (Guayaquil, 1998). Poeta, mujer trans, feminista. Su primer poemario, Árbol ginecológico, fue publicado en el sello Minga Poética de la editorial fanzinera Crímenes en Venus (Guayaquil, 2020) y en Libero Editorial (Madrid, 2021). En 2022 fue galardonada con el Premio Internacional de Poesía Escrita por Mujeres Ana María Iza por su poemario Breve mitología del cuerpo original. Actualmente cursa la carrera de Literatura en la Universidad de las Artes de Guayaquil.