Y de repente era marzo del 2020. Estaba encerrada, como toda la humanidad, en un departamento con mi esposa, cuñado y mi perrita Kira. Literalmente me sentía como diablo en botella, no podía soportar la ansiedad y desesperación por querer bailar, cantar, ver a mis amigos y familia; había pasado poco más de una semana desde que empezó la cuarentena, pero sentía que era una eternidad. El simple hecho de escuchar la palabra “cuarentena” me hacía pensar en que no iba a volver a mi vida normal en un largo tiempo.
Fue así como empezó todo: parlantes en el balcón, micrófonos, luces improvisadas, un celular, la ayuda de mi esposa (producción) e internet para dar pasó a los famosos lives de la pandemia. Subí una historia invitando a la gente a conectarse a mi En Vivo, que se transmitía desde mi cuenta en Instagram. Así dimos paso a la primera fiesta virtual.
Primero entraron 50 personas entre amigos más cercanos y familiares. A pesar de no poder verlos, el hecho de leer sus mensajes era reconfortante, era como sentirlos junto a mí en la fiesta. Todas las anécdotas que comentaban me transportaban a los días de bohemia hasta el amanecer.
La nostalgia. Extrañaba no solo verlos; era el hecho de sentir la música reventando los bajos de los bares, el aroma de discoteca, el olor del tabaco impregnado en la ropa; gritar con los panas el famoso “shot, shot, shot”; el respectivo ceviche y biela al día siguiente para reponerse del chuchaqui.
La “Tusa” estaba en todo su apogeo; Bad Bunny recién lanzaba YHLQMDLG y el mundo entero vibraba con “Safaera (Mami ¿Qué tú quiere’? Aquí llegó tu tiburón)” y “Yo perreo sola”; a la vuelta de la esquina teníamos el lanzamiento de Colores, de J. Balvin. Para cerrar con broche de oro llegaba Dua Lipa con un tal “Future Nostalgia” y “Levitating”, que reventaba todas las plataformas musicales.
La escena musical explotaba y nadie podía festejar con sus más allegados. Había que ingeniárselas para perrear en el balcón, la sala, el cuarto, cocina, estudio… donde fuera posible dentro de nuestro encierro.
Definitivamente la música nos permite soñar, nos transporta a lugares, memorias, personas. Fue así como entendí que no era la única que extrañaba esa sensación, porque luego vinieron otras fiestas virtuales y cada vez había más personas; llegamos a tener a más de cuatro mil seguidores conectados en simultáneo, compartiendo recuerdos, emociones, cantando y bailando desde sus casas.
Entonces decidimos perfeccionarnos: a veces repartíamos premios a los más animados de la noche; la gente se las ingeniaba para, a través de emoticones y mensajes, demostrar que estaban activados en todo momento. Empezamos a regalar lo primero que teníamos a la mano en casa, desde botellas de licor hasta gorras, camisetas. Luego todo se fue transformando, ya no solo era una fiesta, era un programa de radio: la gente pedía por favor saludar a sus conocidos, invitar a más amigos, escribían por interno pidiendo canciones, se vivía un ambiente de fiesta pura, era prácticamente como estar con todos en un enorme espacio físico, solo que no podía abrazarlos, sentir el sudor de la gente bailando, los empujones para poder entrar a la disco, la fila interminable en el baño de chicas y ni se diga la hazaña de lograr que el bartender te atienda en la barra con 15 o 20 personas más exclamando a todo pulmón por una copa de gin o una biela.
Fueron varios meses de encierro, pero nunca dejamos de bailar, de gozar, de cantar, de sonreír a pesar de la circunstancia en la que nos encontrábamos a nivel mundial.
Y es por eso que la fiesta nunca va a terminar…