Guayaquil es una herida abierta. En esa abertura se mezcla la ría con la sangre. Hace algunos meses ya no vivo en Guayaquil, la visito con frecuencia pero mi casa está ahora en una urbe atravesada por cuatro ríos.
A diario salgo a contemplar al Tomebamba, cuyo nombre proviene del vocablo quichua Tumipampa que se traduce al español como capo de cuchillos. El Tomebamba me recuerda al Guayas, probablemente porque siempre he pensado en Guayaquil como un cuchillo que corta, y a la vez, como una vasija donde reposa mi historia.
Paso largas horas encontrando las similitudes y las diferencias entre Tomebamba y Guayas, probablemente sea porque lo único que se parece a mi terruño en esta fría localidad son los cuerpos de agua que cercan a la ciudad.
A menudo suelo escuchar a mis amigxs fantasear con la posibilidad de que la ría devore a Guayaquil y la lleve a sus profundidades. Una y otra vez he soñado que la ría me traga, abre sus fauces repletas de lechuguines, me arrastro dentro de su interior pantanoso, aparece una lancha pequeña, navego hasta el brazo del Estero Salado que contemplaba durante mi niñez en el Guasmo.
La lancha se hunde poco a poco y se diluye la imagen del estero para convertirse en una calle pavimentada que brilla por el sol. Ahora casi ya no hay lodo ni pantano en mi barrio, también cada vez más se borra el rastro de la ría. La aurora plácida que anuncia libertad aún no llega a todos los rincones de Guayaquil.
Durante mi adolescencia iba cada día a La Playita a sumergir los pies en el agua lodosa. Nunca me atreví a lanzarme clavados por el vértigo que paraliza mi cuerpo desde que tengo memoria. Nunca le perdí el miedo a cruzar el puente de madera que unía la entrada de mi casa con la calle polvorosa de mi barrio. Luego de muchos años el puente desapareció.
Curiosamente, ahora debo caminar cada día sobre un puente para atravesar el Tomebamba y llegar a mi nueva casa. El vértigo sigue ahí, aunque la calle no sea más de polvo y esta ciudad que habito ya no es Guayaquil. Paradójicamente, cruzar este puente me hace sentir cerca de Guayaquil. Esto quizás sea porque el amor excede a la grafía, y la vida sobrepasa a toda sucesión lógica de los hechos.
Mientras remojo mis pies en las aguas heladas y correntosas del Tomebamba pienso en La Perla del Pacifico y repito: “lo que ahora es asfalto, fue estero o ría”.
Escribe: Andrea Alejandro Freire