Bagreando

Pallatanga o federalismo

Ilustración río Guayas
Amor por el rio Guayas. Ilustración: Aliatna/Revista Bagre

A lo largo de mi vida he visto con bastante frecuencia a amigos de la Sierra quejarse amargamente del calor de Guayaquil y huir tan pronto como han podido de su incandescente Sol y de su más tortuosa todavía humedad. 

Pero ahí estaba elle, embadurnado con bloqueador hasta las orejas, disfrutando de la brisa del río —y del tirano sol al que yo suelo huirle con todo y mi costeñidad— como si estuviera de vacaciones en Río de Janeiro. 

Cuando bajó la cordillera para encontrarse conmigo por primera vez dijo durante toda su estadía en Guayaquil que no le desagradaba el calor y que amaba el río (Guayas). 

En honor a la verdad, no entendía lo que quería decir con eso de que amaba el río; sin embargo, me alegraba que sintiera empatía por algo tan representativo de mi ciudad.  

El río es la puerta de entrada y de salida de Guayaquil. Todo el que viaja, por aire o por tierra,  sabe que ha llegado a esta ciudad cuando su mirada se encuentra con sus aguas. 

Ambos hemos aprendido a mantenemos al margen del discurso regionalista, por eso cada vez que elle dice “vesanota” y yo respondo “quespues” nuestras risas se confunden como si no hubiera norte ni sur ni oriente ni occidente. 

Sus insondables y hermosos ojos —verdes, cafés, grises y miel— parecen mimetizarse con los colores del río —que ama— con la misma asiduidad con la que mis labios se resecan cuando me he acercado a sus cumbres. 

“¿Cómo está mi ‘rssrío’?” suele preguntarme —cuando hablamos por teléfono— con esa “r” sibilante —medio perdida— propia de la Sierra, cuyo sonido se mezcla musicalmente con la “s”. 

La afición malsana de ciertos costeños de vincular a la Sierra con lo indígena —como si eso fuera un insulto o no hubiera espacio para otro tipo de amalgamas— y ese pasatiempo nocivo de algunas personas de la Sierra, de asociar al costeño con lo ordinario —como si fuésemos una caterva de inadaptados clones— han generado encono entre litoralenses y andinos. 

Pero elle y yo, que jugamos a menudo con lava, montes y llanuras, sabemos que los efluvios del pico más alto del Ecuador —el volcán Chimborazo— desembocan en el caudaloso río Guayas.

“Quizá los serranos no entienden a los costeños y los costeños no entienden a los serranos porque cada vez que unos encumbran la cordillera y otros descienden a la planicie sus oídos se taponan y quedan sordos”, dijimos alguna vez. 

También comentamos sobre la supuesta panacea a todos los males del Ecuador, el federalismo, llevando la charla al cenit de la sorna: —Y de aprobarse, ¿quién tendrá que darle la residencia a quién? ¿Usted a mí o yo a usted?—. 

Por perversidad del destino, no pudimos vernos durante cuatro eternos meses. Y en medio de esa distancia, el paro torpedeó el que sería nuestro coordinado y deseado encuentro. Con ello, vino el temor de no poder abrazarnos en mucho tiempo y ante la inviabilidad de que elle viniera, yo tuve que subir a su montaña. 

Logré viajar la semana pasada para verlo. Ascendí la inclinada cordillera, soporté el odioso resuello que genera la altura, y embadurnada de trapos ante el insolente frío, pasé ocho días cobijada en sus brazos. 

Un día me brindó fritada, y yo otro le preparé patacones. Entre teletrabajo, reuniones y caricias se fueron la semana entera en un santiamén.  

Las despedidas entre ambos siempre han sido glaciales porque las responsabilidades nos obligan a traicionar el deseo de quedarnos más tiempo del que queremos. Y en esos momentos reverbera una impotencia que se traduce en comentarios egoístas. 

—Debo irme —le dije. 

Elle respondió con un gesto de desaprobación. 

—No soporto el frío ni la altura —agregué para justificar mi nada anhelada partida. 

Elle comentó bastante serio que no aguantaba la bulla de Guayaquil.

Nunca antes había hecho ese tipo de comentarios, pero entendí que estaba defendiendo su parcela. 

—Entonces nuestro próximo encuentro será en Pallatanga —le respondí. 

Pallatanga está ubicada geográficamente en la mitad de la Sierra y la Costa. Su clima es más benigno que el de su páramo y el de mi manglar. 

Y así, en silencio, me ayudó a hacer las maletas. Cuando terminamos de empacar me entregó un libro de Manuela Sáenz y una bolsa en la que había colocado pan —de Ambato—, avena y guineo. 

¿Habrá lonchera más antirregionalista que esa? 

Hidrató mis labios por última vez sin que ninguno de los dos mencionara una sola palabra, metió las maletas en el taxi y me fui.

Ya en la carretera, cuando bajaba la cordillera, mis ojos empezaron a aferrarse con dolor a las montañas en medio de las cuales elle nació y creció. Y entonces por fin, luego de más de un año de relación, comprendí su profundo amor por el río.