De todas las labores que realiza los fines de semana, no hay ninguna que le agrade más a doña Santa Tigua que ir al mercado Caraguay. Tiene varios motivos para dicha satisfacción, pero destaca dos: la cercanía a su casa y la variedad de productos que se ofertan las 24 horas del día.
“Yo vivo en el Guasmo Central, cooperativa Pablo Neruda, a menos de 15 minutos de aquí en el metro (la Metrovía tiene una estación en la avenida Domingo Comín, a dos cuadras del mercado). Lo que pago son 60 centavos de ida y vuelta. Además, aquí usted encuentra de todo, desde concha prieta hasta el frejolito más raro”, señala doña Santa, quien en esta ocasión ha venido al mercado porque tiene un compromiso familiar el fin de semana y quiere agasajar a sus invitados con una ensalada de cangrejo.
Tigua es una de las 15 o 20 mil personas —de acuerdo con un estudio de la Universidad Politécnica del Litoral, Espol— que visitan al mes el mercado, ubicado al sur de la ciudad, en el corazón del barrio Cuba, en las calles H y General Robles, al pie mismo del río Guayas, su principal vía de abastecimiento.
Johanna Torres es otra de las asiduas compradoras del mercado. Ella vive aún más cerca, en la ciudadela 9 de Octubre, y tiene un local de venta de ceviches al “estilo manaba”, desde el 2010, cuya clientela, según ella, es como cuando hay un clásico del Astillero.
“Yo vengo más que nada a comprar pescado blanco (dorado, picudo, guajú, toyo), que es el que se utiliza en los tipos de ceviche que vendo, es decir, los que vienen con crema de maní, salsa de tomate y mostaza, como los famosos de Jipijapa (provincia de Manabí). Es un tipo de plato cuya calidad no puede bajar nunca porque la gente se acostumbra a lo bueno”.
Para esta compradora tampoco existe mejor mercado en la ciudad, aunque no siempre fue así, ya que, hacia las décadas 50 y 60 del siglo pasado, un grupo de radios agremiadas en la Cadena Radial Guayaquil (Caraguay, de allí su nombre) se encargaban de realizar ferias, shows y otros espectáculos que, con el tiempo, fueron desapareciendo y solo quedó la gran feria de los alimentos varios, sobre todo mariscos.
Muchos de los habitantes de la zona eran pescadores desocupados que tenían la necesidad de reactivar la zona.

Fue en el año 2000 —una placa en los exteriores atribuye la obra a la administración de León Febres-Cordero— que el actual mercado fue reconstruido por la municipalidad tal y como está hoy, con cerca de 800 comerciantes minoristas y 100 mayoristas, ubicados en dos bloques, y que laboran en dos jornadas, diurna y nocturna, siendo la última la de mayor demanda, pues es la que distribuye los mariscos no solo a la ciudad sino a gran parte de la Sierra.
A esto hay que agregarle 26 locales para el expendio de comida preparada, también, a toda hora.
Uno de esos distribuidores mayoristas es Josué Tixe Pacurucu, oriundo del Cañar, con más de 20 años de trabajo en “el mercado que nunca duerme”. Con las yemas de los dedos arrugadas por la persistente humedad y la manipulación de sus pescados frescos, el comerciante cañarejo explica algunas cosas referentes al negocio.
“Aquí el trabajo es a diario, casi no se descansa y si se descansa es porque se trabaja por turnos. Por ejemplo, a mí me ayuda un hijo; a otros socios, sus parientes. Lo cierto es que esto nunca para, en la madrugada peor”, indica Tixe, quien aclara que cuando dice “peor” es porque a esas horas llegan los productos y la demanda no solo es de los comerciantes sino también de la ciudadanía, que se triplica.
“Esto es una locura, es como si fuera una competencia o un concurso entre todos por comprar y vender”, finaliza Tixe, quien es miembro de una de las siete asociaciones de comerciantes que hay en el mercado.
El que llega primero se lo lleva…
En consonancia con sus palabras, varias carretillas de metal —la mayoría pertenecen a la Asociación de Carretilleros Mushuc Pakari— desfilan con sus fierros oxidados por los pasillos mojados como en alocada competencia, llevando baldes repletos de albacora, corvina, picudo, pargo, dorado, guajú y otros pescados de consumo masivo cuyas aletas aún parecen moverse.
“¡A diez el balde, a diez, venga, pregunte y lleve!”, grita un joven de espléndida musculatura y apenas cubierto con una pantaloneta negra descosida a los costados.
Su oferta vocinglera, que choca con otras semejantes, congrega de inmediato a cuatro compradores que, conscientes del precio, no regatean nada y se llevan el producto cuidando de no caer porque el piso es una pista resbaladiza propicia para cualquier aterrizaje.
Tixe analiza la escena desde su cubículo —paga 51 dólares anuales por cada metro cuadrado de espacio ocupado— y agrega que “la gente no pide rebaja porque prácticamente se lleva un producto del mar a su casa. Aquí no se queda nada. Vea lo que yo tengo, en un par de horas se acaba y a comprar de nuevo o a esperar el producto que llega desde Manta, Puná o Esmeraldas. Los cangrejos llegan de más cerca, de Churute, Puerto Roma o Mondragón”.
El mercado tiene varias vías internas de tránsito en cuyos costados otros comerciantes, como Tixe, ofrecen sus productos igual de frescos, igual de baratos, igual de apetitosos. Unos permanecen enteros y otros “libreados” (hechos pedazos de una libra o más), esperando por una clientela que no demorará mucho en llevarlos.
En sus rostros se intuye una acumulación de desvelos y malas noches que solo se justifica con las ventas durante la jornada.
Un reporte de la Cámara Nacional de Pesquería cifró el año pasado en 8.8 kilogramos el consumo de pescado al año por persona en Guayaquil. Solo en ese mercado, aproximadamente, se mueven 120.000 libras de mariscos por semana.

¿Roedores y cangrejos…? Sí…
A pocos metros de donde está Tixe se encuentra la puerta trasera que da a una especie de muelle o rampa de cemento desde la cual se contempla un río en calma, sin ínfulas de rompiente marinera ni nada. A un costado de esta una pequeña playa de lodo y basura sirve de escondite a decenas de ratas que, de rato en rato, intentan llegar hasta algún desperdicio echado al filo del río turbio y caudaloso.
Nadie se asombra de los roedores, nadie hace nada porque se vayan, nadie ni siquiera los mira de reojo; son parte de un paisaje familiar insalubre que, por estar en la parte de atrás, podría pasar inadvertido.
Y mientras los roedores asoman escurridizos sus lomos grises, decenas de canoas a motor acoderan en la apretada dársena con atados de cangrejos maniatados y de ojos bicolores erectos. Con una preventa hecha por celular, ellos llegan a lo seguro, solo a entregar. Desembarcan los crustáceos con ayuda de unos estibadores de ocasión y se quedan arriba, hablando de lo bueno y de lo malo de la vida.
La gente que no quiere intermediarios se amontona en busca de mejores precios; libreta y billete en manos, piden de todo para revender en otros sitios de expendio, lejos de allí.

Palomino Centurión ha traído sus cangrejos desde los manglares de Churute (Naranjal) y sabe que en su entrega no hay demora porque lo suyo es certificado.
“El cangrejo naranjaleño es lo mejor que hay, por eso tiene harta demanda. Yo ni me ofusco buscando clientes, recibo pedidos a diario y hay que aprovechar antes de que llegue la segunda veda del año (del 15 de agosto al 30 de septiembre) y la cosa se complique para nosotros. Con las jaibas no es lo mismo, el cangrejo manda, señor”.

Otros vendedores, como Palomino, sí ofrecen sus atados de 14 cangrejos a 15 dólares, todos “patas gordas”.
Algunos clientes solo se acercan a curiosear, a ver no más “cómo es la movida”. Aunque es vana gestión, el frío obliga a cruzarse de brazos.
De algunas lanchas se desembarcan, siempre al apuro, conchas prietas —también las llaman pata e’mula— y medianas cantidades de pescado, sobre todo bagres bigotudos y corvinas. No todos los pescadores quieren hablar. No todos confían en quien pregunta sobre asuntos particulares.
“Lo que pasa es que, aunque no lo crea, también ha habido compañeros a los que han querido vacunar, es decir pedirles dinero a cambio de no hacerles nada. Y uno no está para eso. Ni aquí dentro la gente está segura, imagínese afuera, donde estamos nosotros,” agrega Centurión, quien en dos ocasiones debió resignar su carga ante los atacantes filibusteros.
Para hacer frente a cualquier tipo de delito, el mercado cuenta con 25 cámaras de seguridad —fuera del ojo de águila que está en la parte exterior—, una Unidad de Vigilancia Comunitaria fija, además de los guardias municipales.
Pese a estas medidas de control, es evidente que la ciudadanía que va de compras toma sus propias precauciones —no dejan los carros solos, contratan taxis seguros, evitan acercarse a motorizados sospechosos—, sobre todo porque el barrio Cuba, tradicionalmente, ha sido considerado un sector de alta peligrosidad.
Un muerto muy particular
De todas las historias de violencia que han pasado de generación en generación en el mercado, pocas como la de “Chichipate”, un sujeto cuyo recuerdo ronda, sobre todo, la memoria de los más viejos.
De acuerdo con doña Teresa Duarte, vendedora de cangrejo en tarrina, el sujeto de marras, cuando joven, había trabajado en el Camal Municipal, no muy lejos de allí, lugar en donde habría aprendido a manejar el machete con mucha soltura.
“Poco a poco se fue dañando, tanto que comenzó a robarnos a nosotros mismos. Dicen que no respetaba a nadie. Una noche lo agarraron entre todos, lo apalearon y lo amarraron medio muerto en un mangle al pie del río, para que cuando subiera la marea, se ahogara. Yo no estuve de acuerdo, pero así me cuentan que se hizo, recuerda, mirando al piso, doña Teresa, como si su memoria no siempre le fuera fiel y la historia rondase más la ficción.
Al otro día, lo que hicieron fue aflojar las amarras y dejar que se lo llevara la corriente aguas abajo. Todos pensaban que se había puesto final a “Chichipate”, pero resulta que su cuerpo estuvo sin poder irse muchos días, “como que, pese a todo, reclamaba cristiana sepultura”.
“Iba y venía todas las noches por la orilla, acompañado de un viento helado que sí que daba miedo. Ahí está don Pedro -otro vendedor con largas horas de sueño por redimir- que no me deja decir mentiras”, evoca la comerciante, quien agrega que solo después de que un cura echara agua bendita al río, el muerto habría desaparecido.

Olores agradables y otros no tanto…
No muy lejos del pequeño muelle insalubre —cerca de 50 metros—, separadas por mallas metálicas, están los comedores populares, aunque hasta allí a veces también llegan olores no muy agradables, mezcla de la humedad invernal y de mariscos resentidos que nadie quiso llevar.
En la oferta de comida prevalecen, justamente, los mariscos, aunque también se puede degustar seco de pollo, de gallina, caldo de pata, bistec de carne y otros platos pequeños como bolones, muchines y empanadas. Ningún local está vacío.
“Tenemos desde un arroz marinero, con dos jaibas patudas encima, por 15 dólares —para dos o tres personas—, hasta un encebollado sencillo por 1,50 más un vaso de jugo”, indica Domitila Bustamante, una esmeraldeña de 45 años que halló en la Caraguay el lugar ideal para demostrar sus habilidades culinarias.

Los comensales van desde los propios vendedores hasta parte de la clientela, mucha de la cual madruga para llevar lo mejor y, por ello, le toca desayunar donde Domitila o donde cualquiera de los otros locales de venta de comida, yuxtapuestos unos entre sí.
El mismo informe de la Cámara Nacional de Pesquería especificó que los guayaquileños consumen, en su mayoría, corvina, atún, dorado y tilapia, en ese orden de preferencia.
El bloque de los minoristas donde hay mayoría
A un costado del bloque de comerciantes mayoristas de mariscos se encuentra el bloque de comerciantes minoristas, cuyo número, como ya se anotó, es ostensiblemente mayor.
En esta área el movimiento no es tan eufórico ni acelerado; allí prevalece la calma y nadie está en peligro de resbalar pues no hay humedad, solo vendedores de frutas, legumbres, carnes, pollo —la mayoría oriundos de la Sierra— y una multiplicidad de productos que va desde una caja de fósforos hasta un cortaúñas.
Hay mucho más orden y su mayor movimiento, a diferencia de su vecino, se da en el día, cuando clientes como Josefo Villamar se llega hasta allí a comprar sus frutas con el único objetivo de mejorar su salud.
“Soy diabético desde hace 20 años y aquí compro las frutas para hacerme mis jugos. Son frutas frescas y algo baratas”, indica Villamar, jubilado de una empresa constructora.
Con su cuerpo de pocas libras y muchas canas, Villamar enfila hacia la parada del metro, lugar en donde, inevitablemente, se encontrará con otras personas cuya misión será una sola: ir al mercado, ver, comprar y demostrar por qué, efectivamente, como la Caraguay… no hay.
