Desde las 7 de la mañana, Genoveva Andrade alerta a decenas de viandantes sobre lo exquisito del menú que ofrece en un local de La Bahía de Guayaquil.
Huele a seco de gallina, estofado de pescado, carne frita. Huele a todo aquello que puede sublevar a un estómago hambriento.
Tres mesas de plástico blancas, con su respectivo ajicero, ocupadas con comensales en sus cuatro costados, obligan a la clientela a una insufrible espera.
Un hombre, de mirar sombrío, en cuclillas, reclama más rapidez. Pero Genoveva tiene sus prioridades establecidas luego de más de 25 años de darle en forma constante a los refritos y a los cucharones. Acalorada, habla para sí misma:
“Lo que pasa es que aquí la comida es fresca y por eso la gente me prefiere. Hay muchos locales. Pero esto es lo mejor. No es por parecer presumida, pero así es”.
Desde el Malecón de Guayaquil, cuyo cielo se ofrece sin reservas, los comerciantes que van llegando a La Bahía se saludan como si fueran familiares que se ven al cabo de muchos años.
“Hable, primo, ¿listo para camellar?”, dice un hombre en quien los años han dejado huellas irreversibles y un gesto de cansancio acumulado.
Se llama Pascual Soledispa (70 años) y atiende un local de venta de zapatos deportivos a pocos metros del local de Genoveva. Parece tener prisa, pues, a sus años, el esfuerzo a realizar es doble.
Un joven de apretados jeans, zapatillas descubiertas y sonrisa espontánea lo ayuda a alzar la ruidosa puerta enrollable y Pascual pasa revista a su mercadería, inalterable desde hace varios días.
“Esto está malísimo, ya no es como antes, que uno abría a las 8 y a las 10 ya tenía su dinerito. En sucres, pero era bastante”.
Una mirada al pasado
Resulta complicado fijar con exactitud ese “antes” de don Pascual. Pero la historia de La Bahía de Guayaquil se remonta a la década del 40 del siglo pasado, cuando una confluencia de condiciones alentó el comercio informal en la zona céntrica de esta ciudad.
Primero, por el río Guayas llegaban pequeños y medianos barcos mercantes con variados productos, pues el Puerto Marítimo se inauguró recién en 1959.
Las lanchas interprovinciales, vía gabarra, también arribaban al Malecón y, un poco más allá, en el parque Chile, estaban las estaciones de los buses que venían desde todas partes del país. Es decir, lo que más había era gente y mercadería.
Fue así como, en las calles 10 de Agosto, Sucre y Malecón, frente al Municipio —Muelle 7—, comenzaron a asentarse pequeños grupos de comerciantes que vendían mercadería de contrabando a precios muy bajos, lo cual atrajo a los compradores y sirvió de estímulo para que otros comerciantes se instalaran por la zona.
“Según me contó mi papá, que también fue comerciante, fue con don Buca —Asaad Bucaram—, quien nos dio tres calles para que podamos trabajar más cómodamente.
Ya después nos fuimos de largo, ocupando más calles”, recuerda don Pascual, mientras el tránsito de gente se ensancha por los callejones adyacentes.
Una señora con gafas rosadas se baja de un taxi y, antes de que diga una palabra, tres hombres —conocidos como “enganchadores”— le ofrecen, catálogo en mano, desde licuadoras, hasta cosméticos. Desde un plasma de 50 pulgadas, hasta un celular capaz de predecir el fin del mundo.
“Venga, mi reina, tenemos de todo para usted. Diga no más qué desea, sin compromiso”, dice uno de ellos con ese tono característico del que se cree el mejor vendedor del mundo.
La mujer solo sonríe y se pierde por los callejones estrechos de La Bahía.
Unos jugadores de cuarenta que bordean la tercera edad, la miran de reojo hasta que dobla la esquina, sometida al vaivén de la gente.
Son las 10 de la mañana y más de 6.000 comerciantes —oriundos de la sierra ecuatoriana en su mayoría—, agrupados en tres asociaciones, esperan vender lo suyo en el transcurso de un día que pinta muy agitado.
Don Pascual, ajeno al mundanal ruido que lo circunda, con una franela roja limpia su mercaderia, los zapatos.
Los ordena, los desordena y los vuelve a ordenar, como si con esa gestión poco fructífera quisiera convencerse de que algo hay que hacer hasta que llegue algún cliente.
“La Cadena”
A media cuadra del Malecón se extiende, desde la parte central de la calle Villamil hasta la desembocadura de la Avenida Olmedo, lo que se conoce como “La Cadena”, un sitio de múltiples locales en donde se comercializa de todo.
Pero, en especial, teléfonos celulares. Prácticamente no hay modelo que no esté a la venta en sus locales.
“¿Qué modelito busca?” y “Hable, pana, ¿cuánto quiere por el celular?” son las frases que más se escuchan. Ya que allí no sólo se vende. También se compra.
Al igual que el resto de los locales de La Bahía, tiene sus “enganchadores”, hombres con media vara de lengua estrepitosa, que no siempre inspiran confianza.
Lo usual es que, cuando llega un cliente desorientado, lo “enganchen” con su verbo florido y casi lo secuestren, “guiándolo” por los vericuetos de “La Cadena”.
Podría decirse que esa parte de la Bahía es la de mayor movimiento, aún más que los sitios de comida, lo cual obliga a estar con los cinco sentidos activados al 100%.
Así lo confirma Rubén Velasteguí, quien es dueño de un local de teléfonos nuevos y usados.
“Mijo, usted aquí tiene que andar pilas. No es por hablar mal de la gente. Pero sí hay quienes se aprovechan de la ingenuidad de las personas.
Aquí son capaces de venderle un teléfono que es sólo la carcaza y vacío por dentro. Si usted se deja amagar, ya es culpa suya”, cuenta el vendedor,
Mientras tanto, a lo lejos, se escucha a Julio Jaramillo, con encantadora voz de niño afligido, ofreciendo arrancarse la vida, el día que le haga falta su amada.
Un vendedor de bollo en canasta desviste a uno de ellos y lo exhibe con la clara intención de provocar al hambriento transeúnte.
—Son de albacora y a sólo un dólar, con arroz y salsa —Recita el vendedor callejero. Es una ganga difícil de resisitir.
Un cartel cercano prohíbe la venta ambulante. Pero nadie hace caso.
El incendio de 1997
En la misma Bahía, mientras tanto, María Vergara vende ropa interior femenina. Algunas prendas son tan minúsculas, que podrían caber en una caja de fósforos sin mucho esfuerzo.
Sentada en un banco de madera que no le permite mayor comodidad, asegura que nada, en la historia de La Bahía, ha sido tan terrible como el incendio del año 1997.
“La quemazón comenzó a las 8 de la mañana, cuando no había mucha gente, imagínese si hubiera sido a las 12 o más tardecito.
Según cuentan los que estaban más cerca y lograron sobrevivir, a un tal José Sedamano, que vendía petardos y explosivos, fue a quien se le cayó un paquete y provocó la explosión en cadena”, recuerda la mujer, oriunda de Quero, Ambato.
Como consecuencia de la explosión, murieron 11 personas —incluido el propio Sedamano— y 35 resultaron heridas.
Además, 50 locales, a lo largo de tres cuadras —Ayacucho, Huayna Cápac y Chile—, resultaron calcinados. Las pérdidas se fijaron en más de 2.500 millones de sucres.
“Ni siquiera el crimen que ordenó el Cholo Sotil, creo que por el 85 u 86, se compara con esto”, rememora Vergara, refiriéndose a un triple asesinato por sicariato —en esa época todavía no estaba a la orden del día— ordenado por uno de los mayores importadores de La Bahía, tras conocer que su esposa, supuestamente, le era infiel con alguien más joven que él.
Ese fin de año, la quema de los monigotes fue silenciosa.
Catorce años después, en el 2011, a causa de un cortocircuito, otro incendio afectó a La Bahía. Afortunadamente, en esa ocasión no hubo muertos ni heridos. Sólo cerca de 40 locales afectados.
Sin vecinos ni inquilinos
Merced al crecimiento de la zona comercial, la cual se extiende desde el Malecón Simón Bolívar hasta la calle Chimborazo, y desde Colón hasta la calle Capitán Nájera, hacia el sur, hay varios sectores en donde casi todos los edificios están ocupados sólo por bodegas.
Una rápida inspección realizada desde el paso a desnivel de la calle Chile corrobora lo dicho. Incluso, algunas ventanas han sido cerradas con bloques para proteger la mercadería que está en el interior.
Uno de los primeros edificios en convertir su condición fue el Hotel Humboldt, en Malecón y Avenida Olmedo, famoso por hospedar a artistas de renombre en la década de los 60 del siglo pasado, y que actualmente cuenta con varios locales comerciales.
Otros edificios emblemáticos son el Monte de Piedad, del Biess, otrora muy concurrido por aquellos usuarios deseosos de empeñar alguna joya a cambio de dinero, y el dispensario de la misma institución, ambos ubicados en el corazón mismo de La Bahía.
Hay que indicar que los sitios de venta están formados por los módulos o quioskos —bajo control municipal y cuyo arriendo es de 37 dólares cada tres meses— y los locales de edificios particulares.
Camisetas “triple A”
De vuelta al área de la vocinglería y los apretujones, Robert Aguilar, morador de la ciudadela Las Orquídeas, detiene sus ojos sobre las camisetas triple A de equipos extranjeros.
Busca una del Real Madrid con el nombre de Luca Modric en la espalda. No quiere otra, así no haya sido campeón del mundo.
El vendedor, un tipo con media barriga expuesta a la intemperie y al que sus compañeros, por alguna extraña razón, apodan “Tío Lucas”, le pregunta la talla y señala que sí tiene, que recién le llegaron, que huelen a nuevas. Si no la tiene, hará lo imposible por conseguirla.
“Esta es la propia, pruébatela aquí mismo”, le sugiere a Aguilar, quien no disimula su emocion por el producto.
El joven, que comenta algo así como los próximos encuentros de la Champions League, se prueba la camiseta color celeste al apuro y, luego de un tira y jala amistoso que incluye amagues de decepción y arrepentimiento, termina pagando 18 dólares.
Sin que nadie se lo solicite, el vendedor dice que son como las originales, pero mucho más baratas, dejando en claro algo que todo el mundo sabe: el 90% de la mercadería que se ofrece en La Bahía de Guayaquil no es original.
Tanto es así, que la Oficina de Comercio de los EE.UU. la clasificó como uno de los mayores paraísos de la piratería a nivel mundial.
Pero a Genoveva, a don Pascual, a doña María, al “Tío Lucas” y a todos los comerciantes, poco les importa eso. Al fin y al cabo, el que va por La Bahía, el que osa incursionar en sus dominios, sabe a qué atenerse.