Antes de leer, escuche
“La naturalidad del cuerpo es el desborde. En Carnaval somos quienes debemos ser”.
En Guayaquil hace calor desde noviembre —tal vez desde un poco antes— pero no hay mar ni tanta fiesta. Tal vez en esta ciudad no sea carnaval desde diciembre, como dicen que debe ser, porque cuando llega, según el calendario, todos se van a buscarlo.
Hoy es carnaval, pero empezó mucho antes. La escritora y poeta esmeraldeña Yuliana Ortiz Ruano nos manda esta señal en su primera novela Fiebre de Carnaval, publicada en Ecuador por la editorial Recodo Press, en España por La Navaja Suiza y próximamente en Italia, luego de ganar la primera edición del Premio IESS Primo Romanzo Latinoamericano, de la Organizzazione Internazionale Italo-Latino Americana. En esta pieza que tiene como antecedente su trabajo poético en Sovoz (2016) y Canciones desde el fin del mundo (2018), el carnaval comienza en diciembre y se extiende hasta estos días de febrero.
El carnaval no es unos cuantos días en el calendario. “Es cualquier fiesta en la que la gente se amanece, y como en Esmeraldas el calor no deja un segundo de azotar, un buen manguerazo o un balde de agua te cae y tú hasta dices gracias”.
Yuliana Ortiz vive en Guayaquil desde 2017 y se va al mar porque para ella, que creció recogiendo objetos que llegaban a la orilla de las costas del norte, en la isla esmeraldeña de Limones, Carnaval es el mar, el ruido y la fiesta. Pero, además, es un espacio en el que los cuerpos se desbordan y aceptan su origen en un rito que trae felicidad, alegría, goce, pero también dolor y violencia. El carnaval es la convivencia de lo trágico y lo luminoso que nos da el desborde.
En Fiebre de Carnaval hay una resistencia que sostiene el desborde del pasado afrodescendiente, desde un barrio esmeraldeño. Ainhoa, una niña expectante, inocente y deseante que tiene respuesta para todo, es la protagonista de esta historia y el hilo conductor de esta fiesta constante, del ruido y la música polifónica, que más que cantarse se lleva en el cuerpo, se silva y tararea. Mientras Ainhoa sueña, aprende y mira la fiesta, también va perdiendo su infancia. El Carnaval es el desborde, pero también la posibilidad de sacarse las máscaras.
El carnaval es el origen
Yuliana Ortiz ha escrito Fiebre de Carnaval para transitar territorios que conviven: el goce y la violencia. A través de una propuesta poética, narra una historia que reconoce la fiesta y el saber de las mujeres negras como un espacio de resistencia.
La historia de Ainhoa es la historia de sus ñañas, que no son precisamente sus ñañas, sino mujeres jóvenes que buscan sostenerse entre sí porque todas tienen el mismo origen: las parió una diosa negra, la Mamá Doma que las mira. En esta Fiebre de Carnaval la ñañería teje una hermandad de mujeres, que se convierte en una fortaleza que lidia con la violencia, con “el amor terrible de los hombres, el amor terrible de un padre hacia sus hijas que siempre vuelve”.
Mirar el carnaval desde la narrativa que nos propone Ortiz es reconocer que hay un espacio en el que las comunidades afrodescendientes se despojan de las normas con las que viven para someterse a un sistema productivo que no deja de ser racista; y en la fiesta son absolutamente genuinas con su origen. Vuelven a ser. “La negritud es vivir la historia dentro de la historia”, dice el francés Aimé Césaire, una frase que Ortiz tiene muy presente porque narrar estas historias tan reales le da posibilidades infinitas de ficcionar.
Para Ortiz, que tuvo que desacelerar su habla y cambiar algunas palabras para comunicarse mejor con los otros durante su migración a Guayaquil, es problemático pensar que estas identidades afrodescendientes tengan permitido ser genuinas solo en el Carnaval. Que se despojen de lo cotidiano para asumir una identidad que los convoca significa que estas son un disfraz de trajes coloridos, trenzas apretadas que terminan en moños.
Es problemático que se encuentre en la fiesta un refugio de los espacios urbanizados, como Guayaquil, una ciudad que no se reconoce ni indígena ni negra, aunque aquí vivan la mayor cantidad de afroecuatorianos del país, aunque esta sea una ciudad puerto en la que habitan identidades disímiles, aunque, recuerda Yuliana que, según la historia Guayaquil, fue un puerto negrero tan importante como el Callao, en Perú.
Yuliana juega con las separaciones que se crean entre la vida afro y la vida normada de las ciudades. Usa la mirada infantil y cuestionadora de Ainhoa para afrontar lo que no se dice. “Cuando uno crece no puede cuestionar demasiado porque siempre quiere evitar el conflicto.
Es interesante cómo desde la infancia se pueden potenciar preguntas que los adultos no queremos hacernos”, remarca la autora en una entrevista en un café de Guayaquil, mientras la gente alrededor juega al amor de San Valentín.
Ortiz piensa “lo afrodescendiente como un recuerdo del despojo. En ese despojo hay una resistencia”. La resistencia se mueve en el idioma que se usa y sobrevive del origen afro. Cree que este espacio de fiesta es una forma de reconocer que “sí hubo una esclavización y aún está en nuestro cuerpo ese ímpetu de reclamar”.
Su propuesta busca cuestionar el tejido que tienen las comunidades afrodescendientes en un país como Ecuador con el Caribe, con ciudades de Brasil, pero también con espacios africanos como Uganda. “Hay unas estéticas que se repiten en los espacios afrodescendientes”.
Ella busca los lazos que se rompieron pero que perduran a través de la fiesta, la vida que sobrevive a través del rito. Piensa que “cuando separas y le pides a un pueblo que no se reconozca con un pueblo que es parte de su historia le estás volviendo a robar”.
“Hay un volcán que está enterrado en la playa de Las Palmas y un día nos tragará a todos. Cuando el oído del volcán expulse su agua, la gente dirá ¿Esmeraldas?, ¿qué es eso?, y se dejarán llevar por las historias de una raza ya pasada a la vida, oculta del agua salada, y encontrarán piezas por piezas de nuestra existencia, pero nadie podrá saber realmente lo que fuimos”.
Fragmento de Fiebre de Carnaval
Lejos del mar
Cuando Yuliana Ortiz llegó a vivir a Guayaquil lo que más le angustiaba era la ausencia del mar. Cada vez que salía de sus clases de literatura, en la Universidad de las Artes, donde se graduó, la humedad y el sol la fatigaban. En un ejercicio de resistencia cerraba los ojos e imaginaba que el mar estaría cerca. Creció con el ruido, aprendió a leer con música, a hacer sus tareas en medio del bullicio; pero este ruido de motores guayaquileños la estresan aún más.
Desde la nostalgia empezó a escribir el Carnaval en su fiebre. Terminó la novela en pandemia, en medio del silencio, con la música que escuchó en su infancia metida en la cabeza y que se expande a lo largo de la historia, mientras su protagonista crece y aprende de la vida de los demás, de la propia.
Desde la novela, Ortiz comienza a trazar una ruta con su origen Ruano, con su abuelo materno, una ascendencia que se ficciona con sarcasmo: Un Ruano fue el primer hombre de su apellido que estuvo con una negra.
A través de esta propuesta, Ortiz piensa en la mutación de lo afro hacia las ciudades, desde la migración. Lo afro ha mutado en su tránsito desde la esclavitud hacia América. Ha mutado desde los bordes que miran el mar hacia las ciudades.
Ha mutado desde la peligrosidad que se impone en Esmeraldas y que lanza nuevas emergencias en los barrios tradicionales para que la migración no pare, para que un asentamiento de convivencia negra no sea posible. Lo afro se expande desde la violencia hacia zonas donde pueda volver a encontrarse.
En su novela, Ortiz intenta sostener esas palabras que le fueron arrebatadas por la comodidad de comunicarse con los otros. La novela está cargada de juegos lingüísticos que vienen de los idiomas que sobreviven en Esmeraldas, pero también del juego familiar con la lengua. Quesquéspues, cumbamba, cheperón, parteado, paico, rancheras. Las palabras retumban y nombran quehaceres y cuerpos, una sabiduría que se pierde en el tránsito hacia lo urbano. Una sabiduría que sobrevive en la oralidad y en la literatura.
En Fiebre de Carnaval, Ainhoa sale de su cuarto y juega con su cuerpo para ir a contarle su vida al árbol de guayaba. Esta niña ficticia, ficcionada desde la realidad desbordada, nos muestra los excesos del carnaval. Mientras mira, Ainhoa comienza a entender la exclusión y la maldad y necesita hacer con ello puro verbo. Para sembrar sus rastros en la tierra de la guayaba, para que su cuerpo crezca en la tierra y no desaparezca como la amenaza que tienen del oído del volcán que está en la playa y que desaparecerá a Esmeraldas.
“Yo no quería una novela silenciosa, a pesar de que en mi novela hay contemplación, pero quería hacerme cargo del ruido, quería traer este espacio plagado de música, fiesta y ruido de manera radical”.
Yuliana Ortiz construye esta fiebre para que el Carnaval nos dure, para que el mar se extienda, para que las mujeres que son agua sigan dispersándose con su verde natural por el mundo. Escribe porque dice creer en la fiesta como un espacio de intercambio, como un modo de dignificar lo festivo. Al final, en medio de la violencia que azota a Esmeraldas, esta novela es otro modo de resistencia.