Cuenca, como mito, como espacio geográfico, como construcción en el imaginario nacional, es un poblado de contradicciones. Por ello, escribirle en el marco de una celebración de Independencia, requiere mirar hacia adentro para dialogar con la serie de creencias fundantes de la ciudad, pero también para valorar el tránsito de nuestros cuerpos en la dinámica misma de la ciudad.
Cuenca, a la vez que terruño entrañable y tranquilo, es depositaria de navajas afiladas que abren heridas profundas sobre el cuerpo colectivo.
Mezcladas con las sombras que proyectan las grandes construcciones coloniales de su centro histórico, existe un conjunto de paisajes no idílicos, comunidades críticas que activamente se disputan su derecho a habitar la ciudad y sus circuitos, movilizaciones sociales que desestabilizan la imagen de “Atenas”; cuestiones que vistas en conjunto, hablan de una lucha continua para ampliar el marco de lo que entendemos por ciudadanía, de lo que el país lee como Cuenca, de lo que sus élites han tratado de escribir y configurar sobre ella.
Si pensamos en los íconos que identifican la ciudad, es común encontrar en los diferentes medios de comunicación imágenes ya clásicas: la Catedral nueva con sus azules cúpulas, la plaza de las flores ubicada frente al Santuario Mariano, la “Chola Cuencana” y su pollera de gamuza bordada, etc.
Sin embargo, estas postales también han fungido como dispositivos de poder y control. Por ello, más que hablarnos de una ciudad independiente, nos hablan de las independencias que faltan por alcanzar.
La Catedral nueva (obra, incompleta por falta de estructura para sostener sus cúpulas finales), por ejemplo, empezó a construirse 65 años después de la Independencia (1820), en 1885. Dentro del relato oficial, ésta fue construida a través de mingas y “trabajo voluntario”. Su emplazamiento duró alrededor de 100 años; existen registros del diseño de planos, dirección de la obra, tipo de material, etc.
De quienes no se habla es de las comunidades campesinas e indígenas que pusieron su mano de obra para materializar el diseño arquitectónico del religioso alemán Juan Bautista Stiehle.
Es decir, la Independencia no garantizó que el principal ícono de la ciudad sea construido bajo los preceptos de libertad y autodeterminación, así como tampoco supuso una inflexión sobre las formas de trabajo y explotación hacendatarias hacia las poblaciones indígenas y campesinas que no sólo eran obligadas a trabajar en la obra pública a nivel nacional de forma gratuita, sino además, en lo local tenían que pagar su tributo para la celebración del centenario.
Al llegar el primer centenario de la Independencia, la Catedral seguía en construcción.
En 1925 se dio la “Huelga de la Sal”. Durante el levantamiento, que duró alrededor de un año, se generaron procesos de criminalización a sus dirigentes.
Hombres y mujeres que sostenían la huelga fueron perseguidos mientras la prensa publicaba por un lado sus nombres y por el otro, odas a la independencia.
Las estructuras coloniales entonces, quedaron intactas, y con ellas un régimen patriarcal que convierte a la ciudad en un constante remanente contemporáneo del conservadurismo y “curuchupería”.
Si bien, este detalle no es nuevo, cabe recalcar que el debate no tiene que ver tanto con una dimensión moral como sí política del cuerpo, pues son estas estructuras las que demandan el control de la reproducción para garantizar la continuidad de un “linaje” social y económico, la perpetuidad de una anhelada “pureza” racial (conocida es la consigna de “mejorar la raza”) y con ello, mantener un statu quo que valida como ciudadanía plena a pocas familias de Cuenca.
Si aplicamos a este análisis una mirada interseccional, veremos que además de poseer un monopolio sobre el cuerpo de las mujeres, el régimen patriarcal de corte clerical cruzado con las fuertes herencias coloniales, generó una suerte de estratificación poblacional, misma que se evidenció directamente en la clasificación entre mujeres y niñas de diversos orígenes socioeconómicos y étnicos al interior de la ciudad. Un instrumento de especial relevancia para observar este fenómeno, fue el censo nacional levantado en 1840.
El diseño de dicho instrumento arrojaba datos de categorías problemáticas: una de ellas, las niñas-solteras. Dentro del formulario, no se incluyeron variables para medir el número de infancias indígenas y afrodescendientes, contabilizándolas únicamente con base en su estado civil -habían pasado 20 años de la gesta independentista-, y el concepto de infancias no-blancas era deliberadamente omitido por el Estado a través del Ministerio del Interior y Relaciones Exteriores.
De esta forma, las infancias racializadas quedaban atadas a su capacidad de reproducción en el caso de las niñas, y a su fuerza de trabajo en el caso de los niños. (En el caso de Cuenca se agregó – al igual que Guayaquil – la categoría “beata” en su formulario).
Esta última categoría no fue casual. Si bien para acercarnos a un Estado laico faltarían todavía varias décadas y el acceso a la ciudadanía se definía para todos los estratos socio-económicos en función de caracterizaciones generales y órdenes religiosas, desde un enfoque de género podemos ver cómo las “mujeres” no existen.
Ellas aparecen cuando cumplen dos requisitos: el primero, cuando pertenecen a una población blanco-mestiza, y el segundo, cuando se identifican dentro de los siguientes grupos: “casadas, solteras, monjas, beatas, viudas y niñas”.
La inclusión de la categoría beata habla al mismo tiempo, de la búsqueda de una sociedad conservadora por hallar un ícono máximo de la feminidad blanca para construir nuestra identidad.
Esto nos muestra cómo, si posterior a la Independencia de la ciudad las niñas y mujeres blancas o blanco-mestizas eran consideradas ciudadanas de “segunda categoría”, las niñas y mujeres indígenas y afrodescendientes, no alcanzaban ni siquiera a ser identificadas, pues se encontraban desplazadas de un paradigma de lo humano.
Esto se ratifica cuando analizamos las condiciones que tenía la reproducción de la vida de las poblaciones indígenas y afrodescendientes toda vez que existió una decisión política y económica de dar continuidad a viejos mecanismos de explotación colonial, tales como las haciendas.
No es de extrañar entonces, que una vez alcanzada la independencia, las niñas racializadas seguirían sometidas a violencia y abuso sexual sistemático, mientras que las niñas de familias blancas y blanco-mestizas podían ya acceder a educación básica, generando una diferencia abismal entre ellas, limitando enormemente sus universos vitales y marcando una línea entre sus planes y proyectos de vida.
La estratificación del pasado, tuvo formas de actualizarse. Las élites cuencanas necesitaron con el paso de los años, ratificar la diferencia y actualizar sus formas de apropiarse de la potencia política de las mujeres indígenas y campesinas.
De esta manera, la icónica “chola cuencana”, en tanto producción política y cultural, surge a finales del S XIX con el objetivo de reforzar una “identidad aristocrática y excluyente” según Hamerly Mancero. Es decir, nace para forjar un ícono de la feminidad de origen indígena, reconocida a nivel nacional, que sin embargo al interior de la ciudad y provincia siguió experimentando los efectos de una exclusión y discriminación de género, racial y de clase. Así, al tiempo que la “chola” es celebrada es impensable verla reivindicada.
Caminar por Cuenca es, como señalaba al principio, caminar las contradicciones heredadas de los sistemas de opresión.
A la fecha, por ejemplo, a pesar de que existe esta construcción que supuestamente reconoce a las mujeres rurales, indígenas y campesinas, aún no existe una contratación de mujeres “de pollera” en el sector público.
Tampoco existe el reconocimiento hacia el trabajo que realizan (cuidando infancias, limpiando los espacios privados, reciclando los residuos de la ciudad, etc), de hecho, ni siquiera se cuestiona que sean ellas quienes siguen cumpliendo los roles del cuidado mal remunerados en una ciudad que las señala como su ícono.
A pesar de que los mecanismos nos restan agencia han operado de forma efectiva a lo largo de la historia. Las mujeres de esta ciudad nos hemos ido sacudiendo poco a poco las cadenas en busca de nuestra propia independencia y la de nuestras comunidades.
Por ello existen y re-existen en la ciudad figuras que en su diversidad abren grietas en las paredes blancas del patrimonio.
Compañeras que escandalizan a la ciudad cuando rayan con spray negro “Ni Una Menos” y resignifican para siempre el nombre de los puentes; compañeras que agitan sus ramas de eucalipto por el Centro Histórico en defensa de los ojos de agua que dan vida a las huertas en San Joaquín, Ricaurte, Baños; compañeras que caminan largas distancias desde Tarqui, Victoria del Portete y Cumbe para reclamar la soberanía de sus territorios frente a la Corte Provincial del Azuay; compañeras que miran de frente al poder policial para protestar contra el megaextractivismo de minería metálica en los páramos de Kimsakocha y Molleturo.
Compañeras que cargando a sus guaguas en la espalda, le pelean al Municipio el salario digno que merecen por su trabajo de recolección y reciclaje; compañeras que con la capucha sobre sus rostros y la mochila en sus espaldas alzan voces colectivas por la educación pública; compañeras que en Cabildo, desbaratan la política pública patriarcal.
Compañeras que se han convertido en referentes, son las que luchan por nuestras otras múltiples independencias.
La imagen de la beatífica mujer, y de la reina de flores, ya no pueden frenar la potencia de las abuelas de sal, que ayer como hoy, marcan un camino contra la necropolítica colonial y patriarcal de nuestra ciudad, que subordina, resta y violenta nuestras vidas y nombres. Por ello, si hay algo que celebrar, son las mujeres nacidas en la ciudad de los cuatro ríos para hacer correr en ella el agua de nuevos tiempos.