Cultura urbana

Guayaquil: una vista a vuelo de pájaro a bordo de la aerovía

Guayaquil aerovia
Ilustración: Manuel Cabrera.

Definitivamente, una ciudad no es lo mismo desde lo alto que a ras de suelo, pues he aquí que, tocándola con los pies, palpándola con la mano, uno sabe a qué atenerse si dobla la esquina o sigue de largo, si atraviesa el mercado o se va por la Bahía.

Carlos David Sánchez (Milagro, 24 años) vive en Durán, pero trabaja en Guayaquil desde que es mayor de edad en una empresa de seguridad que presta servicios en varios almacenes. 

Todos los días debe realizar el trayecto de la aerovía desde la estación que está en Durán —el cantón de los ferrocarriles inactivos— hasta la que queda cerca de la Casa de la Cultura, a pocos metros del parque Centenario. 

Lleva impregnado en sus ojos negros el paisaje de una ciudad que siempre está latiendo, que, desparramada por los cuatro costados —excepto el este, por el río, que le ha puesto un límite inexpugnable—, es un verdadero mosaico de vivencias y emociones.

El sistema de transporte tiene capacidad para trasladar a 40.000 usuarios al día, pero solo transporta a 8.000. Fotografías: Jorge Ampuero.

El parque Centenario, el vecindario de todos

Desde que David se embarca, hacia su costado, lo que más sobresale es el parque Centenario, el de los héroes de 1820, ese sitio en donde una columna egregia les hace honor desde hace un siglo.

Por ese sector habitan y cohabitan desde presurosos abogados hasta mujeres de “servicio”; desde extranjeros desarraigados hasta huérfanos no sólo de padres sino de toda la familia; desde jubilados impagos hasta predicadores fervorosos que, Biblia en mano, predicen el fin del mundo porque “vivimos los últimos tiempos”. Todos sudan al mismo ritmo; todos representan a la urbe que los acoge.

El sobrevuelo lateral no ofrece un contacto directo, pero ¿cómo sentir a Guayaquil sin su parque más emblemático, en donde más de un sobador sin título universitario ni maestría le quitó los dolores de espalda a un estropeado estibador o le enderezó el tobillo a una ama de casa desventurada? 

¿Cómo sentir a una ciudad que le debe su libertad a esos hombres perennizados en el bronce bruñido de Querol?

Debajo de la cabina voladora, la avenida Quito es una serpiente de hierro y de cemento por la que se mueven, de sur a norte, miles de carros sin destino conocido; aguateros descamisados con sed, carameleros brincadores, malabaristas de machetes y limones, limpiavidrios sin esperanza, mujeres con hijos en brazos arrullados no por ellas sino por claxons alocados.

David los conoce de lejos, pero los siente de cerca, como si un mismo cordón umbilical los uniera a la ciudad del río grande y del estero, esa que está a sus pies sin el menor atisbo de melancolía y que más bien parece cantar a lo Julio Jaramillo o a lo Ibáñez y Safadi.

Vista de la avenida Quito, una de las principales arterias que  conecta el sur y el norte de la ciudad.

Un cementerio de ricos y pobres

A poco de terminar la avenida, techos de zinc ajedrezados y obedientes con el viento indican que por allí la ciudad sigue sin conocer el progreso; un cerro del Carmen reverdecido por las últimas lluvias sirve de pared trasera al Cementerio General en sus primeras puertas. 

Son las entradas que llevan al Cementerio Patrimonial, aquel en donde el inspirado pincel de los Capurro y los Pachioni, convocados por los delirios afrancesados de los “gran cacao”, dejó la impronta de su maestría en el mármol de Carrara; aquel en donde los ángeles vuelan de verdad y las lágrimas tienen, cada una, su brillo particular.

Pero también es el camposanto de las tumbas del cerro, de los muertos desamparados que, no teniendo para un sitio de cemento, revolvieron la tierra con hueso y todo y desaparecieron para siempre, hasta de la memoria. No tienen lápida, no tienen cruz y mucho menos una flor, a más de las que la tierra piadosamente, y sin distingo, les otorga cada época de lluvias, como ahora.

Desde las alturas se aprecia el contraste entre los edificios del centro de la ciudad con la zona que queda al pie del cerro del Carmen.

“La calle de los lamentos”

Sobrevolar a los muertos es cosa de un minuto, pese a que la cabina debe hacer una especie de “parada técnica” un poco atolondrada justo al pie del cerro, por arriba del histórico anfiteatro Julián Coronel —hoy destartalado y víctima del vandalismo—, llamado así en reconocimiento a aquel ilustre médico porteño que también le da nombre a esa avenida luctuosa y lastimera, conocida antiguamente como “La calle de los lamentos”.

David, que no ha dejado de limpiarse al disimulo las botas del uniforme verdiblanco, no conoce nada de esa parte de la historia y es preciso comentarle que, a principios del siglo pasado, en esa zona quedaba la vieja Cárcel Municipal —que aún conserva sus torres de vigilancia—, tétrico lugar que hospedó a “Chico Silencio”, “Perra Flaca”, “Carbonell”, “No te rías”, al “Ladrón de la balsa amarilla”, entre otros antisociales que hicieron aún más célebre la celda 59.

Y por si eso no bastara para lamentarse, también quedaban —y quedan— el hospital Luis Vernaza y el hospital de LEA (Liga Ecuatoriana Antituberculosa, ex Calixto Romero), triste combinación para tísicos y desahuciados, instalados allí por tratarse, en ese entonces, de las márgenes de la ciudad.

El río Guayas y el Malecón 2000, inseparables en su estructura y en su pasado histórico.

La sombra de un Malecón que ya no existe 

Luego de la “parada técnica” y con una ciudad que poco le falta para hervir con gente y todo a las tres de la tarde, el sobrevuelo acerca al desvelado guardia por la zona del Malecón 2000, ese tramo allende al río que no siempre fue lo que es ahora y por el que Guayaquil creció desmesuradamente, en el aspecto comercial, a inicios, también, del siglo pasado.

No, ya no queda nada de los muelles de madera en los que acoderaban cientos de lanchas trayendo productos de todas partes del país, en especial banano y la “pepa de oro” —el cacao fino de aroma—, que era desembarcada por sudorosos estibadores y llevada a las calles cercanas para su posterior asoleo y ensacado; nada queda de los barcos enormes que llegaban a la mitad del río con sus chimeneas humeantes y sus bocinas escandalosas.

Tampoco existe ni rastro de la estación fluvial con las lanchas que llevaban a Durán, ni mucho menos la gabarra que acercaba a los buses intercantonales a la orilla opuesta, atestados de gentes de toda condición y color.

Hoy David lo que ve es una explanada de cemento y pocos árboles, que pareciera extenderse hasta las lejanas industrias del sur y en donde prevalece la cercanía de una ciudad que se empina con sus rascacielos insolentes casi hasta el infinito.

El precio de la tarjeta es de 3,50 dólares y el pasaje individual, 0,70 centavos.

Un barrio sin tiempo 

Toca hacer una nueva parada en una estación intermedia, la llamada “Cuatro Mosqueteros”. David sabe que el próximo trayecto será sobre las aguas del río y por eso enfila su mirada hacia el barrio Las Peñas, esa especie de miniciudad en donde el tiempo se ha dado por vencido y las casas mantienen inalterable su estampa señorial de hace un siglo.

Una calle de piedras irregulares —la Numa Pompilio Llona— es su única vía de entrada y de salida. Casas de madera incorruptible con ventanas de barajas y balcones apretados proponen un repaso nostálgico de un Guayaquil romántico y artístico, un Guayaquil de serenatas y tunantes, de poetas y pintores, apenas desdibujado por la cercanía de lo que llaman Puerto Santa Ana, un sitio de condominios encumbrados y lujosas construcciones.

La cabina de David navega el río desde lo alto, pero le da tiempo para mirar hacia arriba, hacia donde un faro celeste y blanco se yergue ufano y parece señalar un sitio histórico: el Cerrito Verde donde la ciudad, hace casi 500 años, comenzó a poblarse poquito a poco, con gentes de todos lados, sin tener el presagio mínimo de que sería la metrópoli de hoy.

Un muestrario de casas apiñadas, de múltiples colores, como abandonadas a su suerte, les da vida a las laderas del cerro Santa Ana. Imposible detenerse a ver el curso de sus indescifrables vericuetos, de sus estrechos callejones, de sus infinitas escaleras, pero allí, en donde el hielo se vende en funda a 10 centavos, en ese mundo inaccesible que semeja un gran rompecabezas, hay gente que, como David, siente la ciudad desde que se levantan hasta que se duermen.

Los cerros del Carmen y Santa Ana, parte de la antigua Escuela Politécnica y de la entrada a Las Peñas.

Una ciudad y un río

Con su lomo gris e impenetrable, el río transcurre despacio, como si no tuviera afán de llegar a ningún lado; turbio pero sin lechuguines, avanza a merced de un viento que apenas se intuye desde la cabina en la que David vislumbra su destino final. 

Es el mismo río de “las cruces sobre el agua” de 1922, el de los piratas atrevidos e insaciables, el de las regatas nocturnas, el del mercado Caraguay y la isla Santay, el de Durán y La Puntilla, el de los humildes pescadores de bagres bigotudos… El mismo río de toda la vida. 

Han pasado cerca de 15 minutos y lejos va quedando la ciudad. Como en una película de un solo espectador, se empequeñecen sus edificios, sus cerros, su malecón, sus monumentos, sus avenidas, su agitado trajinar. 

A Carlos David Sánchez, guardia de seguridad milagreño con algunas horas de sueño por redimir, solo le queda la esperanza de, mañana, apenas coja la aerovía, volver a sentir intensamente la Guayaquil que lo acogió.