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Mi único vicio es el juego

ludopatía
Flor le fue fiel al casino durante más de tres décadas, lo que le llevó a hacerse de ciertas cábalas, como jugar siempre en las mismas Triple Diamond de frutas y bolas. Sus preferidas. Fotografía: Revista Bagre.

En su vocabulario no faltan las palabras proscritas, por eso cuando habla de su esposo, del que está separada por decisión propia, le dedica unos cuantos versos a su suegra. 

“En el casino te hacen sentir importante: ¿Señora Rodríguez, va a cambiar fichas?, me decían. Ya estoy ‘chira’, hermano, yo respondía”. 

Flor Rodríguez baraja y parte el mazo de unas cartas. Con ellas mitiga la nostalgia de esos días en los que se sentaba frente a una máquina por más de nueve horas, con un puñado de monedas para retar al destino. 

Esas moneditas, aparentemente insignificantes, podían sumar mil dólares fácilmente, cantidad tope con la que el casino del Hotel Oro Verde de Guayaquil premiaba su fidelidad a través de créditos.  

Como todo jugador empedernido, Flor —nombre protegido— se dirigía al casino a las siete de la noche y volvía a su casa a las cinco de la mañana. Todos los días durante tres décadas.

Hasta esos castillos, donde ella y nadie más gobernaba su vida, el personal de la sala le llevaba sanduchitos y vasos de gaseosas, porque sus jornadas eran largas y sus propinas generosas. 

“Me hice viciosa y punto”, dice sin anestesia.

Tiene 76 años y la misma vanidad de cuando tenía 40, de ahí que lleve las pestañas gordas, las cejas perfectamente acicaladas y una pulserita con la que se asegura de espantar los malos espíritus. Fotografía: Revista Bagre.

Hoy se encuentra en el comedor de su pequeño departamento, una especie de chalet vetusto desde el que se aprecia un SmartTv que ocupa toda la pared principal de su sala. 

Podría decirse, sin temor a equívocos, que a Flor allí no le hace falta nada: tiene varios artilugios que hablan de comodidad; pero las paredes roídas del condominio en el que habita no están a la altura de los sitios por donde se ha paseado. 

“A mí no me roban porque me conocen; hasta los fumones de esta zona me quieren. Cuando viajo encuentro las cosas en orden”, dice satisfecha.   

“Creo que tenía la misma angustia que sienten los drogadictos por la droga cuando se me acababa el dinero para jugar. Luego me ocurrió lo mismo cuando dejaron de funcionar los casinos; eso es verdad, yo me sentía así y decía, diosito, de dónde saco más plata”.

Flor estaba entregada a la ludopatía. “Empecé a pedir dinero prestado. Mi marido pagó dos de mis deudas, pero eran pequeñitas, de cuatro mil dólares cada una”, dice con los ojos atornillados a sus cartas.

Flor juega bingo todos los martes en Avenida del Ejército y O’connor, en una sala de Guayaquil donde es socia y en la que se reúnen unas 70 personas de lunes a domingo. 

El lugar es una casa grande, con aire acondicionado y sillas y mesas para unas cien personas. El sitio es propiedad de María Limones, quien construyó la edificación a punta de bingos. 

“Todo es legal”, dice Flor. “Tiene permiso”, aclara. 

Ante el cierre de los casinos en Ecuador, Flor se hizo socia de un lugar en el que juegan bingo a diario. Ella acude los martes y su membresía tiene un costo de diez dólares semanales. Fotografía: Revista Bagre.

A un lado de la mesa en la que ha puesto sus barajas reposan veinte tablas de bingo, cuyos material e impresión delata la abismal distancia que guarda la nueva casa de juegos de Flor con los templos llenos de luces a los que acudía, cuya parafernalia incluía diligentes rupiers. 

“¿Es difícil dejar de jugar?”.

“Creo que el diablo a una la tienta porque la primera vez que fui a un casino gané, pero quien diga que siempre gana está mintiendo porque en estos juegos es más lo que se pierde que lo que se gana. Yo soy legal, me hice viciosa; me quedaba toda la noche en el casino y decidí refugiarme en este departamento porque no quería llegar a mi hogar y escuchar reproches”. 

“¿En qué momento se dio cuenta de que lo suyo era un vicio?”´

No me importaba nada, a mí lo que me importaba era que mi marido se quedara en otro lado; tuviera mujeres, amantes, mozas, lo que sea, para poder jugar tranquila, hacer mi vida y no ir a la otra casa”. 

Flor se ha dado el lujo de jugar en los casinos de Río de Janeiro, Atlantic City, CDMX o Montevideo. 

“En Atlantic City me gané en una ocasión 17 mil dólares”, manifiesta con la naturalidad propia de quien está acostumbrada a ganar y a perder.

“¿Hay que saberse retirar?”. 

“No, los viciosos no nos retiramos nunca, por eso perdemos lo ganado y el capital”.  

Flor llegó a perder en un solo día mil dólares cuando jugaba en casinos. El inventario de todo el dinero que dejó en ellos podría traducirse en objetos como casa, carro y alhajas.  

“Perdí toda mi plata y mis alhajas porque cuando me quedaba ‘chira’ vendía mis joyas. No te digo la cifra de lo que he perdido, pero te puedo decir que es bastante, mucho. Tenía mis reales y un cofre de alhajas (alhajas, repite), no huevadas; tronco de cordones y de pulseras. Pero…

Flor alza la voz, separa en sílabas las palabras y repite la misma frase tres veces: 

“No-me-a-rre-pien-to, no-me-a-rre-pien-to, no-me-a-rre-pien-to. ¡Que viva la vida!”.