Máryuri Chong se atrinchera entre los cuatro tabiques que cercan el quiosco en donde despierta las papilas gustativas de quienes se aproximan a su parcela.
Su caseta es una carreta de múltiples colores de donde emerge un olor a caramelo que agranda los ojos de los niños y pellizca la memoria de los adultos.
“Mami cómprame un algodón de azúcar”, dice una criatura de unos ochos años que se acerca a Máryuri en medio del zumbido de un par de abejas que han encontrado allí el néctar que las nutre.
La prestidigitadora entonces, cual maga de circo, toma una varita de madera de 30 centímetros, se acerca a la paila y mueve circularmente una mano.
Así da vida a unas telarañas rosadas que, luego de diez segundos, se transforman en una nube comestible de medio metro.
La niña observa atenta, ensancha la comisura de sus labios y da saltos como si las golosas abejas, que todo el tiempo han ignorado su presencia, quisieran aguijonearla.
Luego toma su acolchonada varita, le da un mordisco y la magia se traslada a su paladar, porque el nubarrón que ha engullido se convierte en lluvia azucarada.
Son las 16:00, el sol se ha declarado por un instante en huelga y el calor hace mella en los poros de quienes transitan por el Malecón de Guayaquil.
El proceso
“¡Bruuuuuuuuummmmmmmmm…!”.
La máquina se enciende y las rosadas telarañas que Máryuri esculpe se empiezan a formar. Treinta segundos después germinan.
La máquina, dice Máryuri, no es peligrosa pero puede lastimar las manos de quienes no saben manipularla porque la burbuja gira con fuerza.
Hace dos semanas, cuando el movimiento era parecido, se lastimó un dedo al detener la caída de un niño que, en su afán de observar cómo se gesta la golosina —todos lo intentan— se encaramó en el aparato.
La venta de la golosina
El algodón es mágico y Máryuri lo sabe, de ahí que narre un hecho que presencia casi a diario: hay niños pequeñitos que aún no hablan bien, pero farfullan a sus padres y señalan la golosina.
También ha sido testigo de la extorsión a la que recurren —pataleo imparable— para que sus padres les compren esos hilos saborizados.
Máryuri también conoce cuánto puede deslumbrar un algodón de azúcar a los niños, por eso accede cada vez que un padre o una madre le pide que parta la varita y haga multiplicar la nube.
“Con dos dólares se puede comprar cuatro libras de arroz”, dice la vendedora con un gesto de comprensión.
Marcia, de 8 años, se deja seducir por las retinas y el olfato. Se acerca al kiosco, pregunta por el precio del algodón y se da la vuelta con el rostro desencajado.
Su madre, que la espera a unos metros, la consuela: solamente tiene ochenta y cinco centavos en su bolsillo.
Máryuri, la prestidigitadora, no puede fungir de hada madrina esta vez porque debe responder a sus jefes por cada palito que sale de la carpa.
De todos modos, al finalizar su jornada repartirá el algodón enfundado que decora el kiosco a los niños vendedores de caramelos.
Cada vez que hace eso —todos los días—, aunque ya no esté bajo la carpa, se vuelve a convertir en maga.
#MáryuriChong tiene magia en sus manos. Ella vende algodones de azúcar que hace crecer hasta medio metro. Sus telarañas, de color rosado, envuelven a los más pequeños que buscan deleitar sus paladares. ➡️https://t.co/BsLh2fOgCn pic.twitter.com/NbrBOW4sLY
— Bagre Revista Digital (@BagreRevista) September 7, 2022