La estatua de Roldós tiene un año viéndolos sin pestañear hacer Street Show.
¿Electricidad de 220 voltios entre los huesos, un ratón fugitivo entre las piernas o el dominio absoluto del tiempo y el espacio?
Luis, Joseph, Ítalo y Steven tienen 30 segundos para convertir la calzada en una pista de baile donde todo es posible, en donde una maniobra puede seducir o ganarse la indiferencia de aquellos que van con rumbo desconocido.
“¡Busquen trabajo, marihuaneros!”, grita alguien desde un automotor.
Pero los bailarines, que tienen la piel encallecida —manos y hombros sobre todo— de tanto roce con el pavimento y con la vida, ignoran el improperio.
Estos bailarines que dominan el break dance, el popping, el boogaloo y otros movimientos que ponen en ridículo a las leyes de la física, cuentan que solo cinco minutos pudieron actuar en Samborondón.
Fueron echados sin pena ni gloria, tal como les sucedió en Los Ceibos, junto al McDonald’s, en donde “de una” los municipales les quisieron arranchar las cosas.
Músculos al viento y latidos disparados
Mientras las postrimerías de su espalda suda a chorros, el colorado Ítalo, el mayor de todos, interpreta un slow motion en cámara lenta, como si el cambio de luz del semáforo no lo apurara.
Algunos vidrios eléctricos, y otros manuales, se bajan un momento y dejan conocer cuánto vale su generosidad y su asombro.
Los chicos corren y recogen el “estipendio” sacando cuentas que incluyen, sobre todo, los zapatos, tan solidarios con ellos, tan a ras de suelo, tan usados y abusados, que ya mismo se evaporan.
Los pasos del hip hop
Con las piernas hacia arriba, como si saludara con ellas a sus espectadores de ocasión, y sostenido con una sola mano, Joseph (Norbit, como el de la película) demuestra que la ley de la gravedad es puro cuento.
Dice que ese movimiento se llama jumper o hand hop, que es uno de los más complejos y el que atrapa más miradas de la gente.
Habitantes de los márgenes de la ciudad —Gallegos Lara, el suburbio y Bastión Popular—, cada uno de ellos reconoció sus lazos de consanguinidad bajo los semáforos.
Convertir las calles en pista de baile es desafiar al tiempo y, por qué no, a las leyes de la física. Cuerpos haciendo maromas y pendiendo de una mano para rendirle culto al #HipHop, así se ganan la vida los protagonistas de esta historia. ➡️https://t.co/vZsdE64ekQ pic.twitter.com/yNCMwqR2gq
— Bagre Revista Digital (@BagreRevista) September 3, 2022
Steven (Junior) realiza un boogaloo, como si estuviera cercado por una circunferencia y bailara con ella. Luego vendrán un baby freeze, un leftward, un puppet, un wave, un dobleiu, todos acompañados de frenéticas maniobras y de unos latidos que se pueden escuchar de lejos.
El aprendizaje
Luis Mario, de 16 años, el menor de todos, debe mostrar lo suyo. Un movimiento llamado t- rex completa, por ahora, el repertorio de hip hop que ha aprendido cada uno por su cuenta y riesgo.
A Luis Mario lo influyó su hermano, que también baila. Tal como Steven, se inició en el colegio y afianzó su aprendizaje con otros chicos con las mismas inquietudes.
Ítalo, “El Colorado”, tiene más experiencia por la acumulación de años. Es el mayor y no solo baila sino que pinta: es un artista plástico al que le gusta el arte.
Norbit, en cambio, se inspiró en la película Step up 3 para comenzar ese gusto sin vuelta atrás que es el baile.
Parece como si los cuerpos de los bailarines de hip hop hubieran aprendido a dibujar en el aire arte abstracto o a componer música visual en altos decibelios.
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— Bagre Revista Digital (@BagreRevista) September 13, 2022
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