Tenía ¿nueve, diez años?, no recuerdo con exactitud. Empero, tengo gravada prístinamente en mi mente la mirada lasciva con la que me miraba el electricista que -subido sobre una escalera- instalaba conexiones en la casa donde atravesé la infancia.
Como la niña curiosa que era, pasé por la habitación donde él trabajaba en ese momento. Volteó a mirarme, al tiempo que sostenía las herramientas en sus manos en dirección al techo. Me dijo: -Qué lindos esos ojos. Bajé la mirada y me fui.
No sentí miedo, ni vergüenza. Me alejé porque en los años setenta no era en absoluto común que los niños entablasen conversaciones con los adultos, con o sin la presencia de sus padres. Me recorría la timidez propia de una niña quiteña, de clase media, que estudiaba en un colegio femenino, particular y católico.
En ese mismo colegio –Los Pinos, del Opus Dei– cursaba años más tarde el último año de secundaria. Era 1985. Las alumnas de quintos y sextos cursos fuimos reunidas a un costado del Estadio Olímpico Atahualpa, de la ciudad de Quito; con similares grupos masculinos del colegio regentado por el priorato en cita, el Intisana. Debíamos formar un solo cuerpo y un solo espíritu para atender a la misa campal que celebraría el Papa Juan Pablo II.
Mi hermano mayor tenía la mala costumbre de jugar a ahogarme con una almohada desde que era muy pequeña. Es así que no soporto la sensación de falta de aire, de no poder respirar. No lograba hacerlo cuando la multitud de estudiantes de ambos colegios se tornó una masa humana que iba y venía. Estaba en la mitad de esa ola que estrujaba mi delgada figura adolescente. Ante mis gritos desesperados, la Defensa Civil me rescató y me apartó del grupo.

Quedé a la deriva, alejada del cuerpo colegiado. Ninguna profesora se preocupó de saber cómo me encontraba, qué sentía. Lo siguiente que recuerdo es que estaba de pie, arrimada a una especie de baranda de cemento, dentro del estadio, a un costado del escenario principal; en el graderío. Alrededor había una gran cantidad de gente de diversas edades y procedencias.
Juan Pablo II aún no llegaba al lugar. Divisaba cómo el grupo al que pertenecía se había ubicado en la cancha. De repente, sentí detrás de mí la estrecha proximidad de un cuerpo. Por al menos tres (eternos) minutos un bulto me rozó las nalgas sobre la falda del uniforme. Nunca regresé a ver la cara de cosa. Estaba petrificada, confundida.
Me tomó décadas entender que el primer episodio constituyó un caso de acoso a una niña y que el segundo fue una agresión sexual. Sí, atravesé la etapa de negación propia de la mente que se protege con ello. En realidad, el hombre que arrimó su pene a mi cuerpo; aprovechó la vulnerabilidad de mi edad y mi soledad, al saberme separada de mi rebaño.
Esa, una de las razones por las que odio profundamente al Opus Dei; y, por la que reniego de ese colegio inquisidor.
Por contraste, qué gratificante es haber transitado el resto de la vida como una oveja negra, para llegar a la instancia de vivir una vida feminista sin dios ni partido, ni patrón ni marido. Haciendo rebaño de rebeldía únicamente con otras hermanas, con otras brujas; con mujeres bagres.