Manuela Sáenz, la Caballeresa del Sol

Manuela Sáenz. Ilustración Aliatna

Manuela Sáenz tenía 16 años la primera vez que se enamoró.

No pasaba inadvertida: ojos negros, nariz fina un tanto aguileña, tez blanca, labios risueños, cuerpo sinuoso y voluptuosidad silvestre, recogía su cabello negro en gruesas trenzas.

Una tarde escapó con un soldado llamado Fausto D’Elhuyar, su enamorado. La chica atravesó los muros del convento y con él perdió su honra.

En esa aventura juvenil probó los dos elementos gravitantes de su vida: el amor y la libertad. Pero ese encuentro furtivo tuvo un costo en 1815: las monjas la expulsaron del convento de Santa Catalina. 

Manuela se afincó en la hacienda de Catahuango, propiedad de Simón Sáenz, su padre. Ahí compartió con la esposa, Juana del Campo Larraondo, y con sus cuatro hermanastros.

Con ellos creó un vínculo entrañable, especialmente con José María Sáenz de Vergara, quien era capitán del Regimiento de Numancia del ejército realista.

La influencia de Manuela produjo en él una especie de mímesis ideológica, que lo llevó a unirse a las fuerzas independentistas y convertirse en soldado patriota.

En la casa paterna, Manuela desarrolló actividades intelectuales y aprendió todo lo que debía saber una mujer de buena cuna, como etiqueta y modales.

Además, le obsequiaron dos esclavas, Natán y Jonatás. Ellas se convertirían en sus informantes. Serían sus ojos, sus oídos, sus incondicionales y sus amigas.

Un par de años después, en 1817, su padre le arregló un matrimonio, como era la costumbre de aquel tiempo. Así fue entregada a James Thorne, un médico inglés que era mucho mayor que ella. 

Él la llevó a Lima, donde se casaron. Pero el matrimonio empezó a tener ciertas complicaciones.

Las acciones de Manuela respondían a los designios de su voluntad y nada más, por eso no dudó en ayudar al movimiento independentista de Perú pegando panfletos en contra de la corona.

Todo un problema para su marido.

Era un católico ferviente y la revolución había tomado un cariz anticlerical. También era un comerciante ambicioso, por lo que las escaramuzas propias de la guerra perturbaban sus actividades.

Manuela, díscola como siempre, hizo de su residencia el cenáculo de encuentros clandestinos y llevó las proclamas sediciosas por Lima, al amparo de la noche.

Esa acción la hizo merecedora en 1822 del título de Caballeresa del Sol, otorgado tras recibir la medalla Orden del Sol de manos del libertador argentino José de San Martín.

Junto a ella, un puñado de mujeres limeñas tuvieron el mismo honor, incluida la guayaquileña Rosa Campuzano, quien hizo de la causa independentista su norte. 

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