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Entre hormas y suelas

ensanchadora de zapatos
La máquina ensanchadora de horma hace magia, ya que con ella los zapatos pueden crecer un número. Fotografía: Revista Bagre.

Iván Barrero remienda zapatos oficialmente desde hace 20 años, pero fue hace 25 que se vinculó con este oficio.

Tenía 13 años de edad y holgazaneaba como si le pagaran por ello. Su madre entonces lo presionó para que aprendiera el oficio de la mano de su cuñado.

Iván primero lo pensó. Al cabo de unos días acudió resuelto porque prefería oler pegamento bajo la sombra que cargar sacos de cemento a cielo abierto con su padre, quien se dedicaba a la construcción.

Iván acudió al taller y recibió de quien fuera su maestro, Hugo Cordero, varias herramientas: goma, clavos, cuchilla y martillo  para que pegara las suelas de los zapatos maltrechos que había en el lugar.  

Con estos instrumentos, el pupilo aprendió a restaurar calzado, pero la factura de ese aprendizaje fue saldada con martillazos en los dedos, incisiones en las falanges y uñas, y un fuerte escozor en la nariz.

Iván Barrero remienda zapatos desde hace 25 años. En este oficio encuentra una forma de subsistir. Fotografía: Revista Bagre.

Landry, una asistente de fierros

Mientras narra sus inicios, Iván le da pedal a un mamotreto de la edad de Matusalén que le simplifica la vida.

Se trata de la máquina cosedora Landry número 36, un cachivache macuco cuya estridencia inunda de ruido el lugar y eclipsa la voz del artesano. 

La máquina Landry es una reliquia de por lo menos 100 años; es eterna, yo me muero y ella seguirá —dice mientras la acaricia.

El zapatero también le echa flores a la rematadora, que tiene 20 años y cuya función es pulir. 

—Fue hecha por manos ecuatorianas, artesanal, eléctrica —explica.

Iván enciende la máquina y empieza a pulir una suela. Su voz pierde nervio por el ruido, pero se puede escuchar: 

—¡Es una maravilla!

Las herramientas que usa Iván son sus compañeras y al mismo tiempo sus verdugas. Como sea, el zapatero se deshace en elogios hacia ellas. Fotografía: Revista Bagre.

La evolución…

—¡Brruumm, bruum!— se activa el armatoste después de que el maestro le embona un zapato marca Crocs y pisa uno de los dos pedales con los que el artefacto se encarga  de remendar. 

Pareciera que el macrocéfalo zueco estuviera echado sobre el cadalso en espera de la guillotina, cuando Iván empieza su faena. 

—¡Brummm, brumm! —picotea la aguja y zurce el zapato derrotado. Al cabo de unos minutos, este sale fortalecido. 

En medio del barullo de la Landry —porque tengo bastante trabajo, dice Iván— conversa sobre los entresijos de su oficio —también de su vida— y lo que su práctica comporta. 

—¡Uhhh!, cuántas veces me hice cortes en las manos, incluso ahora me he lastimado cuando estoy apurado o estresado. Todos estos son cortes con navaja —muestra sus cicatrices. 

También tiene cortes en el pecho, recuerda: 

—Al perfilar con el estilete desde afuera hacia adentro —coloca ahora sus brazos como si tocara un violín para graficar— me hacía cortes en el tórax. Antiguamente se trabajaba solamente con suela. Los frutos de la modernidad, como la cosedora, la remendadora y la pulidora,  no han podido poner coto a la miríada de accidentes que ha sufrido. 

Hace cuatro años se pegó dos puntazos en el pulgar izquierdo con la Landry y su aguja le atravesó el dedo. Por suerte no perforó el hueso, pero la manecilla, que tiene un gancho, se quedó prensada en su dedo y tuvo que ir así al hospital. 

Allí le pusieron anestesia y se la sacaron. 

A Iván no le sorprende que a su taller lleguen zapatos que ya están para botar porque mucha gente se ha acostumbrado a ese calzado. Tampoco se escandaliza con los zapatos que huelen mal o que tienen tierra en la plantilla. Eso sí, rechaza rotundamente los zapatos mojados. Revista Bagre.

Aunque las máquinas no sean la panacea, confiesa que el oficio ha cambiado. 

—Antes los zapatos se pulían; ahora no tanto porque la gente no usa suelas, sino plantas, que son de plástico. El pegamento tampoco es igual. En mi juventud abría un tarro de goma y debía apartarme porque salía un vapor que me hacía toser.

Entonces Iván se extiende en sus cavilaciones.  Así menciona que el pegamento de ahora se despega fácilmente, por eso hay gente que compra zapatos y los trae inmediatamente a coser. 

Iván guarda silencio. Luego de unos segundos sentencia categóricamente: es la codicia. 

—Todo es comercial. Se trata de que los zapatos se dañen para que los clientes vuelvan a comprar—, saca a limpio. 

Secretos del oficio 

¿Cuánto se puede ensanchar o alargar un zapato?, le consultamos y él responde con solvencia, poniendo en evidencia que el axioma “zapatero a tus zapatos” no fue creado en balde: “solamente un número, pero zapatos como los Crocs no pueden ancharse porque son de caucho”.  

Vuelve entonces a demostrar que la experiencia no es un accidente cuando explica el motivo por el cual los zapatos que tienen la medida perfecta generan ampollas. 

 —Son muy hondos. En ese caso se les debe poner espuma en las plantas para que eleven el pie y no haya roce con el talón.   

“Esta máquina, pulidora, tiene más años que usted y yo juntos”, dice Iván en su taller de reparación de zapatos. Fotografía: Revista Bagre.

Prosigue, con la mirada atenta en lo que hace, que los zapatos solamente pueden ser ensanchados un número. Entonces, toma la máquina —que parece una balanza antigua de tienda de abarrotes— y coloca los zapatos en la horma ensanchadora. 

—Mire, aquí se ponen. Solamente los zapatos deportivos necesitan estar en la máquina dos días —instruye con un tono doctoral. 

Sin margen de duda señala que los ecuatorianos calzan generalmente 42 y las ecuatorianas 37. 

Y son precisamente estas últimas quienes más aportan a su modesto patrimonio con cada bocatapa que se ven urgidas a reemplazar.