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Guayaquil, la ciudad que no se rindió

Guayaquil antiguo
Guayaquil según óleo del pintor norteamericano Louis Renny Mignot, quien visitó Ecuador en 1857. Fotografía: Guayaquileñas en la historia.

Puesta a prueba por un destino avieso y obsesionado con su destrucción, Guayaquil tuvo que hacer frente a pavorosos incendios, pestes, epidemias y asaltos piratas.

Estas tragedias no discriminaron al rico del pobre, al negro del blanco, al indio del mulato.

Todos llevaron su buena parte en la repartición de desgracias aunque, quizás, las mujeres de Guayaquil sufrieron lo indecible al verse sometidas al ultraje de excitados filibusteros.

Una nueva categoría: la militar 

En una muestra evidente de que “lo que no destruye el fuego, lo purifica”, la ciudad, que había sido elevada a la categoría de Gobernación militar, mantuvo sus estructuras administrativas. 

Hacia 1790 era administrada por un gobernador y trece tenientes de ese mismo despacho.

El Cabildo contaba con seis dignatarios, existía una tesorería real -Carlos IV estaba lejos de imaginar que faltaba poco para que perdiera sus rentas de ultramar-, había administradores de alcabalas y un tribunal para la disputa de tierras. 

Como es de suponer, la educación era privilegio de unos pocos, no había escuela pública y los niños pobres recreaban su infancia desnudos, corriendo por las calles.

Los dominicos, que habían llegado a estas tierras por 1510, poco después de los franciscanos, tenían una escuela primaria en donde enseñaban las primeras letras a unos pocos elegidos.

La religión y la moral fueron aprendidos en casa, mientras que el latín, la lectura y las enseñanzas elementales de retórica fueron parte del pénsum escolar.

Pero no para todos, no, sino solo para los hijos varones.

Las niñas debían aprender, sí o sí, con cuántos cucharadas de sal se hacía un ceviche.

El futuro de las mujeres fue determinado así: las hijas de los hacendados, grandes y medianos, aprendían de sus madres y tías “solteronas” la supervisión de sirvientes.

Es decir, eran capacitadas para desempeñar labores propias de su clase.

Las mujeres de la clase baja tenían reservados oficios tales como la distribución de bienes y servicios, tenderas, regatonas, taberneras, chinganeras, parteras y, cómo no, prostitutas. 

En el caso masculino, los futuros hacendados y comerciantes aprendían el manejo de los negocios y la administración de tierras de la familia.

Muchas mujeres de la aristocracia criolla fueron propietarias de predios urbanos y rurales que administraban personalmente.

De esta manera, la ciudad de Guayaquil, que para entonces ya tenía el prestigio de ser el mayor y mejor calificado astillero de los mares del sur, empezó a abrirse al mundo.

Hágase la luz, Guayaquil 

Calle Nueva o Real donde se aprecia al fondo, la iglesia de La Merced. Óleo pintado por los dibujantes de la expedición “La Bonite”. 1837. Fotografía: Guayaquileñas en la historia.

Gracias a la inclaudicable convicción de creer en sí misma, al finalizar el siglo XVIII, en su último tramo, Guayaquil tuvo un auge de connotaciones históricas.

En 1788, los guayaquileños se vieron las caras por la noche, públicamente: por primera vez, gracias al alumbrado a base de aceite. 

Las calles -que en ese tiempo eran presa fácil de los aguajes y que estaban cruzadas por numerosos ramales y esteros- continuaron rellenándose con materiales varios.

Se construyeron edificios públicos y se mejoraron las defensas del puerto.

En 1794 se dictó la primera Ordenanza de Aseo de Calles.

Las ratas, portadoras de la mortal fiebre bubónica que diezmaron la población hasta inicios del siglo XX, se pusieron a buen recaudo. 

A consecuencia de la crisis de los obrajes en la Sierra, Guayaquil creció con nuevas migraciones que contribuyeron de manera determinante a su desarrollo general, sobre todo en el campo.