Entendiste”, dice Gabriela Cruz Salazar, presidenta de la Federación Nacional de Cooperativas Pesqueras del Ecuador (Fenacopec), cada vez que explica algo, como si quisiera asegurarse de que su palabra quede escrita en piedra.
Aprendió el arte de la pesca cuando era adolescente. Cuenta que debía ser fuerte en el mundo que le tocó vivir, por eso su padre le hacía pelear con Carlos Métiga, un boxeador de General Villamil Playas que pegaba fuerte.
—Mi padre me preparó, me enseñó como varón. Yo no soy de discotecas, ni de baile ni de fiestitas. Esa pendejada a mí no me gusta. Yo estaba donde había que trabajar, dirigir y ganar plata.
Ese tono es el resultado del trajín que le ha supuesto ser dirigente de un gremio que aglutina a 120 mil personas, el 99% hombres, por eso su abogado le ha pedido que se maneje con mesura.
—He tenido que bajar el ritmo porque yo te mando a la mierda. Yo te muevo gente, hijueputa —dice como quien recuerda que no está en su cargo para calentar el puesto.
A mí nadie me ha invitado
Cuando se convirtió en la secretaria del sindicato de pescadores de Punta Chopoya, luego de haber sido su reina, tomó talleres con los miembros de su gremio. Ante esa situación brotó su liderazgo:
—A ver, yo ocuparé primero el baño. ¡Y se me lavan bien los pies porque no quiero malos olores ni ronquidos aquí!— decía cada vez que debía alojarse en un hotel y compartir habitación con hombres.
—Teodoro, llama al abogado y dile que venga a las cinco porque quiero revisar la presentación— le ordena a su asesor con un atisbo de urgencia.
La presentación a la que se refiere será en Quito y tiene premura porque los pescadores industriales quieren que el artículo 104 de la Ley de Pesca sea reformado para poder faenar dentro de las ocho millas, una petición que, de aprobarse, perjudicaría a los pescadores artesanales.
—La Comisión de Soberanía Alimentaria le da chance a todos los pescadores industriales y no invita a ningún artesanal. A mí nadie me ha invitado, pero tampoco me han dicho que no vaya, entonces iremos.
Gabriela habla con solvencia en defensa de la comunidad que representa desde hace 15 años, aunque el vértigo de su labor la orilla a percibir que lleva 20 y más.
“El hecho de que sea mujer para los pescadores era de mala suerte; yo para ellos era una machona que quería meterse en cosas de hombres, pero también estaban los que creían que yo era calzón flojo”, dice Gabriela entre risas mientras va capitulando sus inicios como dirigente.
Cuenta que le han llamado para decirle que la van a asesinar, pero ella ya aprendió, dice sin titubear, que el que tanto habla no hace nada.
—Mañana te meten un tiro y estamos jodidos porque muchos dirigentes se han dañado y cogen las coimas para los ladrones. Hemos alejado a mucha gente, hoy capturaron a un armador, dirigente pesquero.
Mis hijos no tienen mamá
Gabriela tiene dos hijos, una mujer de 19 años que estudia Medicina, y un varón que tiene 33 años.
—En esta organización te dan fama, eres grande, pequeña, mediana, pero en la vida todo tiene un precio. Y los líderes tenemos un precio en la vida porque perdemos nuestros hogares, vivimos en reuniones, en hoteles. Tú decides: o te quedas con tu esposo, o te quedas con el trabajo. Y mi trabajo es difícil, por eso en la vida me quedé sola. No tenía tiempo para lavar ropa ni para atender a un marido, ni siquiera para discutir con él.
Al finalizar la entrevista, lanza en tono contundente una frase:
—¡Espero que redactes bien!