La última vez que asistí a un concierto en el Estado Olímpico Atahualpa de Quito fue para ver a Jon Bon Jovi, allá por el año 1995.
Sin embargo, la idea de escuchar a Daddy Yankee, un gran exponente del género reguetón, en vivo y, sobre todo, en su última gira, me animaron a retomar esos caminos desandados. Cabe mencionar que siempre he sido fan de Daddy Yankee y que durante las tareas cotidianas, previo a ir al trabajo, escucho algunas de sus canciones.
El reguetón, en sus inicios conocido como underground, sigue siendo un género menospreciado por algunos sectores. Existe mucha controversia al respecto y suelo pensar que algunos de sus detractores y haters consideran que repudiarlo les permite sentirse superiores moralmente.
Pero más allá de esas diferencias de opiniones, lo cierto es que es un género escuchado por sectores vulnerables, los jóvenes, los migrantes, los olvidados y marginados.
También se asocia a los seguidores del reguetón con un bajo nivel cultural e intelectual. Gran parte de quienes lo escuchan pertenecen a sectores marginados y sin mayores oportunidades de acceder a educación. Tan simple como eso.
Llegué a las ocho de la noche al lugar de la presentación y no tuve mayores inconvenientes para ingresar. Adentro me esperaban mi hijo mayor y su novia, que es un amor. Ramón Ayala, cuyo nombre artístico es Daddy Yankee, apareció en el escenario exactamente a las nueve y treinta de la noche. Con anterioridad se proyectó la
imagen de un reloj con cuenta regresiva. En ese momento sentí que el tiempo nunca había pasado tan lento, estaba ansiosa por escucharlo y creo que el sentimiento era generalizado.
La vibra del lugar era muy especial: Daddy y los asistentes dimos todo. Hace mucho años entendí que no solo el artista se entrega en el escenario, sino que el público también lo hace, transformándonos en cuerpo de baile y coro.
El show estuvo a la altura de un artista que ha conquistado un
espacio muy importante en la industria musical gracias a su carisma y disciplina. La figura de Daddy Yankee está ligada al esfuerzo y al respeto por su público y su profesión.
Disfruté cada una de sus canciones, incluso las que no eran muy conocidas para mí. Especial mención merecen “Llamada de emergencia” y “Pose”, esas que en las fiestas familiares no pueden falta y que nos transportan al pasado. También encendí la linterna de mi celular y a la voz de “parabrisas” de Daddy Yankee,
iluminamos ese estadio.
El concierto no podía terminar sin que cantara “Gasolina”, considerada como la mejor canción en la
historia del reguetón. Todo el concierto en sí fue un gran espectáculo: la puesta en escena se destacó por ser impecable, la conexión con los asistentes y el carisma del artista le añadieron un plus a esa impecabilidad.
Si Daddy Yankee solo cantaba “Gasolina” me habría dado por satisfecha. Cuando la interpretó, puso a bailar a todo el público. Él y los asistentes fuimos uno solo.
A estas alturas de mi vida, bailar casi tres horas seguidas tuvo sus consecuencias. Hoy me encuentro adolorida. Pero feliz de haberme despedido de una leyenda.