Freidina se despierta todos los días a las seis de la mañana para cumplir con una agenda rigurosa.
Primero ralla cinco racimos de verde con la ayuda de su esposo y una de sus hijas; luego acude al mercado de la Libertad, en donde compra albacora o bonito; y después prepara el condumio que le da enjundia al corviche que ofrece todos los días en el malecón de San Pablo.
Posteriormente, cuando el reloj marca las cinco de la tarde, se dirige a su humilde puesto -un triciclo en donde su esposo ha empezado a atender tres horas antes- para apadrinar el famoso abreboca que resume su talento como envidiable emprendedora.
El corviche es una especie de kipe salido de las entrañas de Manabí, un bocado en el que convergen el mar, con su omnipresente albacora, y el campo, con su todopoderoso plátano.
Estos dos elementos de la Costa ecuatoriana entran en estado de gracia cuando por fin se mezclan con el refrito, el maní y el culantro.

No se trata de una tortilla, tampoco de una empanada, es simple y llanamente un corviche.
Aunque lo de simple es un decir porque su elaboración encierra toda una experiencia gastronómica, sobre todo si es Freidina quien con sus manos prodigiosas, su ubicua sonrisa y su legendaria sazón se encarga de gestarlos.
“Cuando es temporada vienen personas de todo el mundo, y digo de todo el mundo porque de todas partes vienen”, manifiesta Freidina, afincada en la provincia de Santa Elena.
Su sonrisa la delata orgullosa de lo que ha logrado en estos 15 años que lleva al frente de un negocio del que no sabía nada cuando agarró sus cachivaches y se instaló en el malecón para probar suerte.

A puro carbón
Freidina atravesaba una situación económica difícil, por eso, urgida ante las necesidades que debía enfrentar, decidió hacer sus primeros pinitos con una dosis de intuición y una inquebrantable fe en Dios.
“No tenía idea de cómo hacer el corviche pero el verde y la albacora eran baratos hace 15 años y yo tenía estos productos a la mano”, cuenta mientras marea el aceite que burbujea con cada corviche que deja caer en la paila.
Recuerda, con un cariz de nostalgia, que tuvo que labrar su destino atizando carbón porque no tenía cocineta y menos aún un tanque de gas.
Cuenta también que fue una de sus cuñadas quien le dio el espaldarazo moral que necesitaba para emprender con optimismo, ya que en su hogar nadie creía que pudiera hacer dinero con una actividad que le era completamente ajena.
“Vendíamos un corviche a 25 centavos. Hacíamos unos 25 dólares diarios, pero ahora vendo tres por un dólar; usted sabe que todo ha subido”, se justifica Freidina como si sus corviches no valieran la pena, aun cuando un séquito de comensales la rodea y la apura.
Freidina vende al menos 400 corviches diariamente y 600 el fin de semana o los feriado. Lo logra, según su lógica, gracias al “ser supremo” porque a “pesar de los malos tiempos, como dice la palabra de Dios, mis corviches son bendecidos”.
Su ingrediente, el amor
Freidina es evangélica, de ahí que apele a su fe cada vez que puede.
Cuando es interrogada sobre el secreto de sus corviches responde que Dios intercede por ella, no obstante revela también que la alquimia de su sazón es el amor: “los preparo con amor, pero hay que saber trabajar el verde para que no se ponga morado”.
Con el cabello apiñado en un moño, como si quisiera evitar que alguna hebra se rebele, y con un mandil celeste que le imprime solemnidad a su oficio, explica que si el verde está duro hay que majarlo con agua tibia para que la masa afloje.
“Esa agüita debe ser de pescado, contener sal y yerbita, para que el líquido quede grasosito”, aclara.

Hoy, a sus 67 años, Freidina ya no tiene temor de las personas que intentan hacerle competencia porque a las dos semanas generalmente tiran la toalla.
El corviche tiene 200 calorías, su forma es ovalada, aporta carbohidratos y proteínas, y debe tener, para entrar al altar de los mejores, la capa exterior crujiente.
Este corviche además es dueño de otra virtud: “aquí la gente viene porque yo le pongo bastante pescado y solo utilizo albacora o bonito”.
¿Algún otro secreto, Freidina? La salsa de ají, responde contundentemente.