A medida que ha ido evolucionando, la humanidad —que este mes de noviembre alcanzó la cifra mundial de 8.000 millones— siempre ha tenido la necesidad de saber cuántos somos para conocer, asimismo, cuánto nos toca, qué nos hace falta, qué nos define, cuáles son nuestros problemas, cómo solucionarlos.
Los orígenes del censo se remontan a Egipto, año 3050 a.C., y al país más poblado del mundo, China, año 2238 a.C.
En China la información recabada giraba en torno a las actividades agrícola, industrial y comercial. El censo también pasó por civilizaciones como Babilonia o Roma (recuérdese aquel en que José y María debieron empadronarse, justamente, por orden romana). De hecho, censo viene del latín census: recuento, estimación, valoración, especialmente listado de población.
El primer censo realizado como lo conocemos actualmente fue efectuado por los romanos en el s. VI a.C. y fue convocado por el rey Servio Tulio, durante la monarquía. Este censo computó en la ciudad de Roma y sus alrededores, según Tito Livio y otros historiadores, a unos 80.000 varones.
En ese tiempo no eran tomados en cuenta los menores, las mujeres ni los esclavos.
Pero el censo no buscaba simplemente determinar el número de “ciudadanos” que había, sino también obtener información sobre sus bienes y patrimonios.
Esta información servía como catalizador y el objetivo era otorgarles a los ciudadanos el derecho al voto y determinar la cantidad de impuestos que debían pagar al Estado, así como también fijar las obligaciones militares, si fuera el caso.
El censor era el magistrado encargado de revisar la corrección del censo y publicarlo cada cinco años, tras una ceremonia de purificación llamada lustrum, la cual dio origen a la palabra lustro: periodo de cinco años.
Conocidos estos antecedentes históricos, técnicamente, censo es el conjunto de operaciones que consiste en recoger, recopilar, evaluar, analizar y divulgar de alguna u otra forma características habitacionales de los hogares y datos demográficos, económicos y sociales relativos a todos los habitantes de un país.
Luego de 12 años (el último censo fue en el 2010), Ecuador se encuentra inmerso en un censo cuyo objetivo es determinar la situación poblacional, habida cuenta que, en más de una década, mucha agua ha pasado bajo el puente y las cifras, como sabemos, tienen nuevas connotaciones, no solo numéricas.
Desde el 7 de noviembre -ya comenzó- hasta el 18 de diciembre los ecuatorianos pueden responder un cuestionario que comprende 61 preguntas, algunas de las cuales incluyen la identificación sexual, reciclaje de basura y hasta la tenencia de mascotas. Nada de esto había en el cuestionario del 2010.
Son preguntas —se estima que sus resultados estén para mayo del 2023— cuya respuesta no es una opinión sino un hecho objetivo, concreto.
Esa objetividad, sin embargo, parece diluirse cuando nos topamos con la pregunta número once, de la quinta sección. 11. Cómo se identifica según su cultura y costumbres: indígena; afroecuatoriano o afrodescendiente; negro, mulato, montuvio, mestizo, blanco u otro.
Si se es afrodescendiente y al mismo tiempo negro, ¿en qué casillero se coloca la X? Y si se es montuvio y a la vez mulato y, por consiguiente, mestizo, ¿en dónde ponemos la X? Y si se es blanco y al mismo tiempo montuvio, ¿qué?
Ustedes dirán: pero la pregunta no se circunscribe al color de la piel sino a cómo nos autopercibimos culturalmente hablando, como cuando en el poema “Antojo”, de Adalberto Ortiz, la madre negra le dice a su hija: “si te casas con un blanco, tus hijos son casi blancos, tus hijos son casi negro, tus hijos ya no son nada”.
Si es así, ¿por qué consta en una de las opciones la palabra “negro”? Lo mismo sucede con blanco. Este último probablemente tenga algo de mestizo, pero ¿cómo se es culturalmente blanco?
Un blanco que se identifique con la marimba, el encocado, o la salsa, ¿dejaría de ser blanco por estas preferencias? Y, por el contrario, un negro que no guste de estos lenguajes identitarios, ¿dejaría de ser negro?
Complejo y riguroso definir qué nos caracteriza, qué nos representa, cuáles son nuestras “señas particulares”, tal como lo propuso Jorge Enrique Adoum en su ya célebre ensayo.
Reflexiono sobre todo esto porque luego de responder las preguntas del censo formuladas por el representante del INEC, coincidí con uno de mis vecinos en la calle y al preguntarle qué había respondido en “cómo se identifica”, dijo “blanco”, sin balbucear.
Sorprendida con su respuesta, le dije que yo deambulaba entre montuvia y mestiza. Montuvia porque mis padres habían nacido en la ruralidad de la costa y por consiguiente había sido criada con ciertas costumbres de esta población.
Mi vecino respondió categórico: tú eres blanca, todos aquí somos blancos porque así vivimos.
Y aquí ando, con mi blancura que no es tal —respondí mestiza— pensando en que mi vecino “sabe” de estructuras porque es arquitecto, o recordando aquel hecho curioso cuando un predicador evangélico, oriundo de la Sierra, de nombres Juan Duche, volvió de los Estados Unidos al cabo de 20 años al Ecuador y, cuando lo fueron a presentar, aferrado a su blancura y a sus ojos verdes, dijo, en voz baja: “hermano, presénteme como John Duy”.
Y los que no tienen noción de proyectos ni de planos, y por consiguiente no son expertos como Duche o mi vecino para identificarse con tal o cuál grupo, ¿dónde colocaron o colocarán la X?
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— Bagre Revista Digital (@BagreRevista) November 16, 2022