Soy Hermelinda Urvina. Nací en 1905 en Ambato, una ciudad de la sierra central de Ecuador.
Mi primer año de vida coincidió con la época en que los Estados Unidos concedieron la patente a la máquina voladora de los hermanos Wilber y Orville Wright. Se trató de una invención que cambió el mundo.
Cuando tenía 27 años me convertí en la primera mujer ecuatoriana y sudamericana en obtener una licencia de piloto aviador otorgada por la academia Safair Flying School de los Estados Unidos.
Más tarde, junto a un grupo de colegas, fundé la sociedad Ninety Nines, una comunidad de pilotos mujeres que pasó a considerarse una de las más importantes en Norteamérica. En esa asociación intercambié puntos de vista, experiencias e hice amistad con pilotos reconocidas a nivel mundial como Amelia Earhart y Charles Lindbergh.
Participé en varias competencias. En una de ellas, junto a treinta y ocho pilotos, volé desde Nueva York hasta Montreal, una ruta de 322 millas. Durante la travesía se desató una gran tormenta, cuatro pilotos fallecieron y solo doce llegamos a la meta.
El cielo de Estados Unidos no alcanzaba para que extendiera mis alas. Por eso me trasladé a México donde también obtuve la licencia de piloto aviador. En este país trabajé en los aviones del correo estatal y en vuelos comerciales desde Ciudad de México hacia Canadá, Nueva York y las Bermudas.
Los elevados precios de alquiler de aeronaves me motivaron a adquirir un pequeño aeroplano de segunda mano, en el año de 1937. En él continué poniendo alas a mis sueños. Pero la fatalidad estaba cerca.
En 1945, después de una exitosa participación en el Carnaval del Aire efectuado en La Habana, decidí volar a mi país, Ecuador. En el trayecto perdí de vista a mis compañeros y barcos que marcaban la ruta.
El accidente fue inevitable. En medio de una gran tormenta, mi preciado aeroplano y yo caímos al mar. Un buque pasó por el lugar del siniestro de casualidad y nos rescató, a mí y a mi copiloto.
Después de perder mi máquina voladora, cuando tenía 40 años de edad, abandoné la aviación de forma definitiva y decidí radicarme en Quito.
Fallecí en el año 2008, en Toronto, Canadá junto a una de mis dos hijas. Mis restos se trasladaron a Quito donde fueron enterrados en el mausoleo familiar.
Pese a mi precipitado retiro del mundo de la aviación, mi hazaña motivó a otras mujeres a perseguir sus sueños y convertirlos en realidad, venciendo los estereotipos, las críticas y prejuicios.