Soy América Salazar. Nací en Quito, en 1909. Fui escultora y la pérdida de la visión durante mi infancia, no fue un impedimento para cumplir mis sueños.
Al contrario, empecé a desarrollar otros sentidos, entre ellos, el tacto. Sin embargo, una sombra de tristeza embargaba mi vida. Durante una entrevista me referí con estas palabras sobre mi niñez:
“Cuando yo era niña se inicia el dolor de la vida y la tortura de no sentirla a plenitud, pues tan solo percibía sombras. Cuando me leían cuentos infantiles, me preguntaba cómo eran sus ilustraciones. (…)
Oí decir a los míos: es ciega. Pero mis pupilas, sin luz para los demás, alumbraban un mundo solo mío; y ¡qué mundo! Supremamente bello, tanto, que cuando el sol desgarró las tinieblas de mis ojos maravillados, hallé que el mundo real era tan pobre… tan pobre…Y los ojos, antes apagados en mi rostro, alumbraban mis manos poniéndome en ellas inquietudes desconcertantes”.
Recuperé la vista gracias a una intervención médica. Para mí fue un choque: después de vivir en la oscuridad, volver a tener visión, no era tan fácil de asimilar. Mi mundo interior y de “tinieblas” era para mí más rico. En él hallé la libertad creativa que la luz del mundo me había negado.
Ingresé a la Escuela de Bellas Artes donde me destaqué gracias a la calidad de mis producciones escultóricas y de pintura. Mis trabajos fueron galardonados y recibí una beca para estudiar en España.
Desde este período plasmé mi propio estilo: una escultura figurativa, con especial predilección por el desnudo femenino y con rasgos estilísticos neoclásicos. Algunos de mis más bellos desnudos tenían morfología mestiza y estaban imbuídos del deleite por la vida.
En 1928, ya en España, mi talento permitió que consiga el único cupo disponible para solicitantes de nacionalidad española en la Casa de Velásquez, institución francesa con sede en Madrid, destinada a formar artistas franceses y españoles, que recibía cada año, un solo alumno.
El semanario de Madrid, titulado España y América, se refirió con estas palabras a mi ingreso a la Casa de Velásquez:
“(…)América Salazar(…) Ha conquistado en su patria los galardones más prestigiosos, y tiene que conquistar otros muchos fuera de su patria, pero en su fuerte originalidad resplandece la originalidad del ambiente donde se ha criado y educado: algo indefinible, sin duda, pero donde entra una ternura infinita, una magnificencia discreta, una luz tanto más suave cuanto más fuerte”.
Como parte de los requisitos para aprobar el curso, presenté una obra escultórica. Siguiendo mi apego al cuerpo femenino, creé una delicada figura que emergía de las aguas del mar a la que titulé Oceánide.
Era tal su perfección, que no solo aprobé el curso, sino que me sirvió para revalidar cinco años de estudio.
La obra se expuso en un concurso y ganó el Premio Internacional de Escultura en el Gran Salón de Mayo de Madrid, uno de los más importantes eventos artísticos de la época.
En medio de la Guerra Civil, me vi obligada a abandonar Madrid y mi escuela de estudios de forma abrupta. Hice un periplo por París y Roma. En esta ciudad obtuve mi título profesional y reconocimientos.
Después de esta etapa tan rica en logros, regresé a Ecuador, donde me dediqué a la docencia y a impartir conferencias y seminarios. Mi maleta de triunfos vino cargada de más de cien obras trabajadas en piedra, mármol, yeso y marmolina.
En 1934, decidí casarme y ser madre; absorbida por estos deberes, rechacé una beca para volver a la Casa de Velásquez en Madrid, el lugar y la ciudad que tantas alegrías me habían proporcionado.
Mi esposo falleció a finales de la década de 1960 y mi único hijo no dependía de mí.
Es en estas circunstancias que puedo dedicarme nuevamente a la escultura.
En esta etapa me alejé de los desnudos y la anatomía femenina, dando un vuelco hacia la escultura religiosa. Los elogios tampoco faltaron. Ahora eran las élites ecuatorianas, incluida la iglesia católica, quienes se deshacían en halagos hacia mi obra.
En 1980, durante una entrevista publicada en El Comercio se me preguntó sobre mi fama. Contesté:
“No me interesa. Yo creo que la fama es una manera de esclavizarse; prefiero quedarme con mis sueños. El artista famoso tiene que responder a las expectativas del público, y eso debe de ser terrible. Yo trabajo a mi gusto”.
Esa era mi filosofía de vida. En otra ocasión, sobre el mismo tema, sentencié:
“El triunfo y la fama son buitres que se nutren de carne del corazón”.
Mi corazón siempre estuvo alejado de las opiniones. Por eso, no tuve problemas en transitar de la escultura de desnudos femeninos hacia la religiosa. Siempre fui libre. Más que de las opiniones ajenas, de las mías propias.
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