Western Andino

Ilustración: Natalia Álvarez
Siempre pensé que escribiría algo sobre el pueblo en el que crecí, sobre la casa de mis abuelos. En cambio, la novela trata sobre chagras que recorren el páramo a lomos de caballos, como forajidos del Salvaje Oeste.

El pan que hacía mi abuela era extraño. Sabía a tierra y maíz. A humo y a leña. Jamás he vuelto a probar un pan similar. Ella lo solía preparar en una pequeña cocina ubicada al final del patio, frente a la piedra de lavar, adosada con bloques y techo de zinc a la estructura de adobe de la casa. Las paredes eran blancas por fuera, pero dentro de aquel diminuto espacio todo estaba cubierto de hollín.

Recuerdo que si encontraba el lugar preciso entre los resquicios del mortero que pegaba los bloques, podía ver claramente desde el interior la chacra llena de carrizos y el aguacatero inmenso bajo el cual correteaban los cuyes y las gallinas.

A pesar de que la cocina estuviera llena de hollín, jugué muchas veces allí durante mi infancia. Me arrodillé sobre el suelo cubierto de cenizas y manché mi ropa y mis manos con los restos de la madera abrasada, o el carbón derramado. Todo ahí dentro era oscuro, no existía nada brillante a excepción de la luz del sol que se colaba por los huecos del zinc. 

Aún así, a pesar de esa oscuridad, nunca tuve miedo. Me podía esconder en ese cuarto durante largos periodos de tiempo mientras jugaba a las escondidas con mis primos, oliendo los rastros de humo que se aferraban a las paredes y que no desaparecieron hasta muchos años después, cuando los nuevos propietarios de la casa tumbaron aquel anexo.

Mi abuelo murió en el 2011. Tenía 94 años. Mi abuela lo siguió en el 2012. Tenía diez años menos y un cáncer de páncreas en fase terminal. Falleció un mes después del diagnóstico. Ya casi no recuerdo su cara y tengo que recurrir a las fotografías para verla. Cuando lo hago siento un leve desespero, porque después de tantos años ese rostro inmutable de las imágenes le pertenece a alguien que se quedó atrás. Que ya no tiene cabida en el ahora. Entonces mi modo de recuperarla y de recuperar esa vida que ya no existe, es escribiendo.

El pueblo, la casa, mis abuelos, son parte de un leitmotiv presente en mi escritura. No puede ser de otra forma. Al intentar recobrar esa parte de mi experiencia vital, esa suerte de núcleo imposible donde reposan las imágenes de mi infancia y adolescencia, tiendo a escribirlos y reescribirlos una y otra vez. Quizá de esa manera lo que consigo es no olvidar la distribución espacial, las particularidades de los espacios, el programa arquitectónico, si se quiere, según el cual estaba conformada la casa. Su relación con las manzanas del pueblo y con las calles adoquinadas por las cuales solían pasar los chagras a caballo. 

La forma hermosa en que la luz de la tarde se metía en los dormitorios por las tardes, y el resonar de las campanas de la iglesia, del otro lado del parque central. La vibración de esas campanas y de los acordes tristes de “El pastor solitario” que el cura hacía sonar por los altoparlantes del campanario y que llenaban el aire y la montaña con un dejo tristísimo, y hacían vibrar los cristales como si la propia tierra temblara de pena.

Hoy vuelvo a utilizar esas imágenes para la escritura de mi segunda novela. Siempre pensé que escribiría algo sobre el pueblo en el que crecí, sobre la casa de mis abuelos. En cambio, la novela trata sobre chagras que recorren el páramo a lomos de caballos, como forajidos del Salvaje Oeste. Chagras que se acuestan juntos detrás de los maizales, bajo la neblina. Mujeres que se ensucian las rodillas con cenizas al rezar, mientras las campanas suenan. Lo que sí es seguro es que la casa siempre está ahí, en medio de los árboles, y que al final del día, todos los personajes vuelven a ella. En el fondo entiendo la razón.

Es imposible no volver.  

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