Bagreando

¡Un ratón en mi patio!

Y de pronto escuché los gritos furibundos de mi hermana: ¡ahhhhhhhgggg, ahhhggggggggggg!

Salí de mi dormitorio con pánico para ver qué sucedía y ella dijo, haciendo un esfuerzo para articular palabra, que había visto un ratón en el patio.

Era evidente que la fobia había colonizado su garganta. 

Los roedores, en honor a la verdad, también me causan ñáñaras, sin embargo, su presencia no llega a inmovilizarme, por eso volví sin demora a mis actividades pensando en toda la alharaca que un simple ratón había causado.

De todos modos, me parecía raro que, luego de esa experiencia, no me advirtieran que tuviera cuidado con las gatas -Pancracia y Donatella- porque iban a poner veneno. 

Asumí entonces que el impertinente roedor seguiría por largo tiempo jugando a la rayuela con las corroídas botellas de cerveza y de gaseosa que yacen en el patio. 

Para salvar el honor de las holgazanas Pancracia y Donatella, quienes nunca en su sibarita vida han cazado ni medio chapulete, debo aclarar que jamás salen a ese patio para tomar el sol. 

Durante los siguientes días, no volví a saber nada del insolente ratón, sin embargo, cada vez que iba al patio mi hermana sugería con ímpetu que dejara bien cerrada la puerta.

El día de ayer, como de costumbre, salí al parque de diversiones del ratón y me encontré con una escena insufrible: vi al animalito retorciéndose en la trampa de pegamento en la que había caído. 

Días antes había visto un pedazo de esa trampa medio escondido, pero no le di importancia porque pensé que se trataba de la tapa de un cartón cualquiera. 

Y ahí estaba yo, desesperada, viendo cómo el ratoncito luchaba por liberarse. 

Eran las siete de la mañana, —qué hago— pensé. Entonces me comuniqué con Mónica Cabrera, mi amiga animalista, para preguntarle cómo podía librar al ratón del embrollo en el que se había metido.

—Mátalo, es muy difícil que puedas sacarlo; y dejarlo allí es más cruel que darle una muerte rápida— me dijo. 

Nunca antes la supervivencia de un ratón me había preocupado, por eso no podía creer que en tan inusual momento me aconsejaran que lo matara. 

Mi amiga animalista volvió a enviarme a los pocos minutos un audio para explicarme que en MAN —Movimiento Animalista Nacional, el colectivo al que pertenece— le habían sugerido que pusiera aceite en el cuerpo del roedor y que poco a poco lo fuera despegando. 

Yo deseaba que el ratoncito sobreviviera, pero no tenía intenciones de darle masaje, por eso llamé a un vecino que suele hacer trabajos manuales en el barrio.

—Pero qué herramientas debo llevar— preguntó.  

—Solo ven, urgente, y trae unos guantes gruesos— le respondí ante el temor de que le importara un comino la vida de un ratón.

En cinco minutos llegó y me sentí como si hubiera visto a Mahatma Gandhi.  

Llevé en silencio a mi vecino al patio —todos en casa dormían— y empecé a rociar aceite sobre el roedor, con mucho cuidado. 

Mi vecino, por su lado, empezó a despegar al pequeño intruso. Cada vez que movía su cuerpo, el animalito chillaba, y mi desesperación crecía. 

—No hay apuro, hazlo despacio—, le dije. 

Poco a poco mi vecino fue despegando al roedor y cuando por fin pudo liberarlo, el ratón quedó inerte, como si sus patitas traseras se hubieran pegado entre sí. 

Mi amiga Mónica me contaba que los movimientos animalistas están luchando actualmente para que los gobiernos prohíban este tipo de trampas. 

—Los ratones no son del agrado de mucha gente, pero no necesitamos ser crueles con ellos— dijo. 

Al cabo de unos minutos, el roedor empezó a caminar. Con cada paso que daba mi alegría crecía como sus orejas.  

Le envié entonces a Mónica por WhatsApp la foto del roedor rescatado y ella respondió con un audio en el que pegaba gritos frenéticos, como los de mi hermana, pero de felicidad.

Entiendo a mi hermana, lo que tiene ella se llama fobia.

Mi vecino, en quien confiaba poco para ayudarme con estos menesteres, se llevó al ratón en una cajita. 

—Lo liberé en la alcantarilla de la otra cuadra— me dijo. 

Solo espero que el ratón emancipado no muera de manera cruel cuando la hora le llegue. Algún día todos moriremos, pero no de inanición ni atrapados en un pegamento. O eso esperamos.