Bagreando

Todos los calores

silabarias
Ilustración: Aliatna.

Hace muchísimo calor. Pareciera que el Sol fuera a estallar sobre nuestras cabezas. Al tiempo, las ráfagas hormonales de calor, propias de mi edad, taladran aún más mi sudorosa figura. 

Contar con algunos pertrechos, manuales o eléctricos, que mitiguen los resabios de la ardiente temperatura es un acto de supervivencia en Guayaquil

El abanico es uno de ellos. Yo tengo dos.  

Uno es blanco y tiene letras multicolores. Hermoso. Cuando lo abro se convierte en un arcoíris del que se desprende la palabra Silabaria

Silabaria, a saber, es el nombre de un grupo de amigas, amantes de los libros, que conocí hace un millón de tardes en un blog de literatura. 

Como integrante activa de ese entrañable clan, integrado por cofrades repartidas por varias partes del mundo —Marion, Tersat, Mcjaramillo, Kuni, Fabita y Esperanza— recibí en un encuentro febril este hermoso recuerdo. 

No lo uso. El inmenso cariño que le tengo no me lo permite. 

Mi otro abanico es azul con blanco. Bellísimo. 

Cuando abro la segunda gaveta de mi cajonera observo las deformes mariposas que tiene acurrucadas en sus ribetes, y me atrapa la nostalgia. Era de mi mamá

Cuando ella vivía, en algunas ocasiones preguntaba si lo había visto en algún lado. 

-No, le respondía sin titubear, e inmediatamente iba a mi cartera, lo sacaba con sigilo, y lo dejaba donde ella pudiera verlo. 

Ahora no soy capaz de desplegar sus alas ni disfrutar de su  enérgico aleteo. 

Tampoco lo uso. Es una pieza que atesoro. 

Existe otro artículo con el que puedo atemperar el insolente calor que se cierne sobre estos huesos que aquí escriben.  

Es el aire acondicionado. El de mi dormitorio es un armatoste viejo al que hace unos dos años se le cayó la máscara, por eso cada vez que lo observo me mira con su rostro de desvencijado radiador. 

No crean ustedes que por eso no trabaja. 

El señor me atiende con prontitud cada vez demando de sí ráfagas de viento frío. 

No me quejo de su trajín, aunque descanse más de lo que yo quisiera porque consume energía como si vomitara un gélido huracán sobre todo el barrio en el que vivo. Y la planilla se vuelve estratosférica. 

Lo uso, a medias. 

Por suerte también está el ventilador

A este lo exploto todo el tiempo, quizá por eso me mira, desde la parte superior de su pared, como si dijera: ¿qué te crees?  

Tiene un halo de soberbio. Él sabe que el aire que expulsa llega a mí como olas impetuosas de un refrescante mar. 

A veces lo observo con rabia porque es bravucón: hace más escándalo que el viejo aire acondicionado con rostro de radiador. 

Cuando tengo reuniones, me veo impelida a apagarlo y soportar la caldera que es Guayaquil porque el ruido que genera suele colarse en las reuniones de zoom. 

Una que otra vez le he lanzado algún insulto, pero él, altanero como es, todo el tiempo gira su cabeza para decirme: no. 

Tal vez se ha quedado estoicamente en su pared porque carece de piernas. Los abanicos, en cambio, tienen extensas alas, pero me rehúso a permitirles volar. Mientras tanto, el aire acondicionado se ríe de todos con su dentadura metálica.