Bagreando

Su sonrisa de tallos rotos

Ilustración: Juan Fernando Suárez

La casa está al norte de la ciudad, en la cima de una colina. Se ingresa al predio a través de un camino largo, adoquinado, rodeado de jardines bien cuidados.

A un costado del lote hay una amplia franja de parqueaderos, pero la casa está apartada, lejos, entre los árboles. Esto es lo que recuerdo.

El acceso es por medio de unas puertas dobles y el interior es idéntico al de un hospital. Quizá algo más cálido, pero con el olor inconfundible de los fármacos. Las paredes pintadas de color yema de huevo, las habitaciones iluminadas, con vista hacia las áreas verdes. En la planta baja, una capilla ardiente.

Fui a esa casa en 2017, cinco años después de la muerte de mi abuela paterna. Era tarde. Salí de la oficina y me senté en un café a escribir un rato. Entonces trabajaba en un estudio de arquitectura y luego de terminar el día me gustaba ir a alguna cafetería a escribir. Mi madre me llamó poco después.

“Ven”. Eso fue todo lo que dijo y yo pensé, “está pasando de nuevo”. Tomé un taxi y fui, con el estómago contrahecho. Con un nudo en la garganta. Mudo, dentro del auto, lo único que podía pensar era eso: “está pasando de nuevo”.

Busco en Google y encuentro la página web de la casa. Encuentro fotos de personas alegres, de familias enteras, de enfermeras solícitas. Un afiche del papa Francisco colgado de una pared. Encuentro fotos de las áreas comunales, de los espacios amoblados. Ninguna de la capilla. En la página web se puede leer: contigo hasta el final. En negrillas. En mayúsculas. CONTIGO HASTA EL FINAL

Mi abuela se llamaba Otilia. Era de un pueblito al norte de Pichincha. Cuando ella y mi abuelo se pusieron demasiado viejos para vivir solos, mis tías los trajeron a Quito.

En 2012 le diagnosticaron un cáncer de páncreas agresivo y en etapa terminal. Se murió un mes después, en su cama. Para entonces mi abuelo llevaba un año muerto y la familia se tambaleaba extrañamente, como un cuerpo herido. El hospicio llegó exactamente cinco años después, cuando el cáncer que merodea en los genes familiares hizo aparición en el cuerpo de una tía. 

2023. Releo El verano en que mi madre tuvo los ojos verdes, esa novela bellísima de Tatiana Tibuleac. El cáncer ha vuelto a hacer acto de presencia en mi familia.

Mientras escribo esto, se mueve sigiloso en el cuerpo de alguien que amo. Entonces vuelvo a esta novela y a Los diarios del cáncer de Audre Lorde, y a Desmorir de Anne Boyer. Y vuelvo a El año del pensamiento mágico, de Joan Didion. Pero regreso más seguido al libro de Tibuleac, porque es muy bello y porque extrañamente encuentro mayor alivio en la belleza de sus palabras, de sus frases.

Mi madre me llevó al campo de girasoles para anunciarme que se estaba muriendo. «Tengo cáncer, Aleksy, un cáncer maligno y rabioso», me dijo, y el día empezó a coagularse en ese mismo segundo.

Su sonrisa de tallos rotos.

El verde escurrido de sus ojos.

Su blanco de nimbo herido.

Cáncer de páncreas, de lengua, de colón. Leucemia. Cuántos tipos de cáncer. Cuántos más quedan. No puedo evitar preguntarme. Hoy de nuevo estoy en ese taxi, con el estomago contrahecho y un nudo en la garganta, pensando: “otra vez, está pasando otra vez”. Cuántas veces se puede afrontar la misma situación antes de venirse abajo.

Esa tarde de 2017 entré en la habitación donde mantenían a mi tía anestesiada con morfina y no pude reconocerla. Es pavoroso como la muerte se va escamoteando el cuerpo de alguien amado, empezando por los rasgos.

Recuerdo su respiración. Recuerdo que en un rincón del cuarto yo escribía algo que se me ha perdido. Palabra, inspiración, palabra, exhalación. Punto seguido. El sonido de las máquinas, la luz cayendo oblicua sobre las cosas. Puntos suspensivos. Las manos quietas. Punto final.