Bagreando

Mi nariz de plastilina

cirugía nariz
Ilustración: Aliatna.

He escuchado a tantas personas decir que tienen un olfato agudo que no sé si envidiarlas o regalarles un pañuelo. 

Mi nariz no es sensible, nunca lo ha sido; pero siempre ha sido útil para apagar a tiempo las hornillas que tiznan mis estoicas ollas.  

También, aunque pequeña y un poco ancha, es pedestal de mis ojos y aduana agenciosa de mis pulmones.

Algunas veces creo que su falta de sensibilidad responde a un deseo de mi juventud: un cirujano jugó con plastilina en mi tabique y en mis cornetes.   

Esta asociación entre la pérdida del olfato y las travesuras de un cincel es una sospecha. 

De lo que sí estoy segura es de que la plastilina tuvo un costo. Y no me refiero al económico. 

Algunos meses después de quedar ñata -aunque lo que yo quería era la nariz larga de Julia Roberts- descubrí que cada vez que me sumergía en el agua debía taparme los nichos con los que respiro. 

Luego me documenté: cuando cortan el vestíbulo nasal, la cavidad que recoge las secreciones nasales pierde hondura, de ahí que el agua de mar o de piscina ingrese por mis fosas nasales como cascada impertinente. 

Así siento. Mi nariz también, aunque esta no sea del todo mía. 

Puede que mi deteriorado sentido del olfato le quite músculo a algunos olores -como el de la marihuana que prende a diario algún vecino de la cuadra- pero mi oronda nariz no lo sabe. 

Ella es arrogante, puntiaguda, plástica, pero deja de ser el pedestal de mis ojos cuando alguna persona le pregunta por las inocultables puntadas -hechas con hilo y aguja- que tiene en sus asas. 

Entonces inhala un poco de realidad, ansía con urgencia un pañuelo y cambia drásticamente de color, tal como lo hacen mis estoicas ollas envueltas en hollín, que rejuvenecen a diario.