Bagreando

Madrina de uñas, ¿yo?

Madrina de uñas
Ilustración: Aliatna.

Todo empezó un caluroso día de no sé qué mes del año 2003, cuando a Patricia se le ocurrió conferirme un gran honor. 

En los tres años que llevaba conociéndola, solíamos sostener charlas no tan prolongadas pero sí edificantes cada vez que el tiempo nos lo permitía.   

Patricia ayudaba a mi mamá en las labores de la casa. 

Un día cualquiera quedó embarazada.

Tal acontecimiento no supuso ningún inconveniente: tuvo un embarazo tranquilo y había dejado planificado todo para cuando llegara el momento de ausentarse.

La reemplazaría su mamá.

Su señora madre era bastante hostil, pero respetábamos el que Patricia decidiera que fuera ella quien la cubriera durante su ausencia.

Un día el calor de la soleada mañana se avivó cuando la recién estrenada abuela nos dio la buena nueva: Patricia había dado a luz y tanto ella como el niño se encontraban saludables.

La noticia nos alegró a todos.

Las novedades sobre el bienestar de Patricia y su niño iban y venían.

Una tarde, la entusiasta abuela expresó que Patricia se incorporaría pronto al trabajo, y que en unos días vendría con Byron para que yo le cortara las uñas.

—¿Yo?—, le pregunté con incredulidad.

—Sí, usted— me dijo con un tono aterrador.

¿Y por qué yo? me pregunté en silencio, mientras pasaba revista a mi caótica vida.

Jamás he cortado las uñas de nadie, ni las mías; las acicalo con suaves mordiscos.

Argumenté entonces que mi hermana era quien acababa de dar a luz y que probablemente el mensaje de Patricia fuera para ella y no para mí.

Después expuse que yo no tenía hijos y que jamás le había cortado las uñas a nadie.

Por último, ya de un modo deprecativo, argüí que temía, dada la condición de blandengue de todo niño recién nacido, hacerle alguna herida.

Ella respondió entonces, rápidamente e iracunda: —para cortar las uñas no se necesita de ciencia.

Y sí, puede ser. O no sé. Quizá para otras personas no se necesite, pero para mí sí, discurría mi intranquila cabeza.

Los nervios me timaron entonces unas carcajadas.

Nunca había hecho nada serio en mi vida, y cortarle las uñas a un recién nacido me parecía una intervención quirúrgica de alto riesgo.

Asustada y desconcertada con la ocurrencia de Patricia, y la acidez de su mamá, fui hacia el dormitorio de mi madre para contarle lo sucedido.

Mi hermana, que escuchó el singular relato, preguntó con un gesto adusto si me hacía la desentendida, pero al observar el carácter inexpresivo de mi rostro, me explicó: Patricia quiere que seas la madrina de uñas del niño.

—Yo, ¿madrina?— pregunté.

Madrina y comadre son palabras distantes para mí, quizá porque las asocio indefectiblemente con la religión y soy agnóstica.  

Al cabo de unos días, el hermoso Byron llegó con sus largas uñas para que yo se las cortara.

El bebé tenía los genes recesivos de su abuela y la misma habilidad de su madre con las manos.

No dejaba de moverlas.  

Las corté con sumo cuidado, no sin miedo: índice, anular, medio.

Las uñitas de los pulgares fueron las que más nervios me generaron.

Ese día no hubo agua bendita ni pila bautismal, pero el sudor que rezumaron mis impetuosos poros, durante la extensa y angustiosa ceremonia, bañó el cuerpecito del indefenso Byron.