La Loca de los Gatos

Ilustración: Natalia Álvarez

La vi por primera vez en un bus (Belisario-Libertad), en sentido sur- norte. Fue imposible saber a dónde se dirigía. Me picó la curiosidad… 

Era una señora de la tercera edad, bajita, enjuta y algo jorobada. Los cabellos, grises por los años, ensortijados y desordenados, le llegaban a los hombros y dejaban adivinar que alguna vez fue rubia.

Los ojos, desgastados por la edad y, aparentemente, por las lágrimas, eran celestes, pequeños y rodeados de finas venas rosadas. Su piel era clara y sus facciones hacían intuir  una belleza del pasado. 

Llevaba un abrigo de paño negro y raído, medias nylon con agujeros de todos los tamaños y zapatos desgastados.  En una de sus manos sostenía una bolsa de plástico con vasos desechables vacíos y usados, papel periódico arrugado y envoltorios de snacks que no tenían contenido. O sea, basura.

Algunos pasajeros le cedieron el asiento. Ella los ignoró. Parecía que no lo hacía a propósito, sino que más bien no los escuchaba. Y no porque le fallase el oído: su mirada y los gestos de su envejecido rostro, hacían pensar que estaba absorta en sus pensamientos, sus recuerdos, en otro mundo. Su mundo.

Hablaba sola, parecía molesta: con un bastón en la mano derecha, “espantaba” algo invisible.

Su aspecto y actitudes se quedaron grabados en mi mente. 

Pasaron algunos meses. Fui a comprar frutas en una tienda de La Mañosca. De pronto, volví a verla; estaba en la casa del frente, en el jardín que tenía una particularidad. El olvido rondaba por las rosas de castilla, las tupirosas y los geranios.

La señora, con el mismo abrigo y el bastón con los que la vi la primera vez, caminaba entre una veintena de gatos que maullaban y se enroscaban a su paso. Era la primera vez que la veía sonreír. Hasta tuve la impresión de que su cara rejuvenecía con cada maullido o caricia que le dedicaban los mininos

Me quedé mirando la escena hasta que la señora de la tienda me sacó de mi ensimismamiento, preguntándome con una voz impaciente qué más iba a comprar. Le contesté con otra pregunta:

—¿Quién es la señora?

-Ah, una loca que tiene la casa llena de basura y de gatos-dijo, sin disimular su desprecio.  Es abogada, ¿sabe? todos sus hermanos son abogados. Son cuatro. Pero ella se volvió loca y vive así: entre gatos y basura.  

—¿Por qué enloqueció? volví a preguntar.

Dicen que su novio se transformó en gato. Por eso ella rescata gatos en la calle y tiene  la casa como un manicomio. Le dicen La Loca de los Gatos.

Desde entonces nuestros encuentros fueron más seguidos: ya sea en el Belisario- Libertad o mientras iba por la América o La Mañosca. Siempre con el mismo abrigo raído, la bolsa con basura y el bastón con el que espantaba a los seres que solo ella veía y que, probablemente, la perturbaban. 

Hasta que un día no la ví nunca más. Me extrañó y quise saber qué había sucedido. La única forma de saberlo era yendo a la tienda que quedaba enfrente de su casa. Le pregunté a la señora de la tienda qué había pasado con su vecina:

—La verdad, no sé. Un día ya no salió al jardín, luego otro día y otro y otro. Una vecina llamó a uno de los hermanos y le avisó que hace algunos días no veíamos a La Loca de los Gatos. El pariente llegó a la casa y la encontró en el piso, muerta y rodeada de sus gatos que lloraban en total desconsuelo.

Han pasado varios años, la casa está abandonada. Ya no hay rosas de castilla, geranios o tupirosas. Sólo crece la mala hierba y en mi memoria deambula la figura de la Loca de los Gatos.

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