De entre todos los gatos que deambulaban por las bodegas de la empresa en la que trabajé hasta hace dos años, la advenediza blanca con plomo era la más osada.
La caradura entraba a la redacción a cualquier hora, y maullaba desaforadamente como si estuviera en su casa.
—Pero mírala, qué astuta, maúlla como si fuera obligación nuestra alimentarla— decían una y otra vez, con una sonrisa ladeada, algunos colegas.
La gatita se fue granjeando con el tiempo la simpatía y la animosidad de unos y otros compañeros; sin embargo, los que colaboraban para comprarle croquetas eran suficientes para alimentarla a ella y al resto de los gatos.
A diferencia de Pancracia, los otros felinos salían de sus escondites tarde en la noche y muy rara vez se acercaban al edificio.
La mimada gritona, en cambio, podía darse el lujo de dormir a pata suelta en algún escritorio vacío… Sin inmutarse.
Un día no apareció en toda la tarde y ante su prolongada e inexplicable ausencia pregunté:
—¿Dónde andará Pancracia?
Desde aquella ocasión la atrevida quedó oficialmente bautizada.
Todos empezamos a llamarla así —Pancracia—, un nombre avinagrado que surgió de una ocurrencia del momento.
Un hogar cálido
Mientras más nos íbamos encariñando con la devenida en mascota, mayor temor teníamos de que quedara preñada.
Un día, uno de mis excompañeros, animalista declarado y cabal, se llevó a Pancracia para que la veterinaria de sus gatos la esterilizara.
Todo salió bien. La operación fue un éxito, pero al cabo de algunos días su cicatriz se infectó.
En un descuido, la convaleciente Pancracia se manipuló la herida y tuvieron que operarla nuevamente.
—Antes de operar a cualquier gato de la calle debe colocársele una pipeta para que esté tranquilo durante la recuperación— diría después su nuevo veterinario.
Luego de las dos estresantes cirugías y de los cuidados que Juan Carlos y esta servidora le prodigamos —nos turnamos durante casi dos meses su cuidado y su estadía en nuestras casas— Pancracia debía regresar a la redacción.
Esa era la idea. Pero finalmente se quedó conmigo.
Me encariñé con ella desde la primera vez que la vi, con todo y sus pulgas, sus exigencias y sus gritos, pero en casa un miembro de la familia padecía una obstinada alergia.
El cariño, sin embargo, fue creciendo al verla en casa indefensa, con un corte en el vientre y más asustada que el primer día de un aspirante a médico en un anfiteatro.
Había sido más blanca de lo que pensaba —la calle le había regalado un tono grisáceo—.
Además, en la edad de los humanos, según los cálculos de su hoy veterinario, tenía alrededor de cuatro años.
Ahora Pancracia lleva dos años conmigo.
Conserva aún la costumbre de maullar como lo hacía en la redacción.
Sin embargo, ahora no engulle cualquier marca de croquetas, aunque continúe llamándose Pancracia, para chacota de todos quienes escuchan su nombre.
Además recibe mimos de la integrante alérgica de la casa.