La conversación, ese arte del que siempre he disfrutado, se ha convertido para mí de un tiempo para acá en un asunto sobre el que camino con sigilo.
Hace algunos meses, el ahora testigo de mis andanzas —y de mis descansos— me preguntó, luego de bajarnos de un taxi, por qué conversaba con todo el mundo.
Todo el mundo era el taxista que nos había trasladado de un lado para el otro y del que sabíamos media vida luego de que le hiciera una pregunta que pudo terminar al cabo de unos segundos con un “gracias”.
El comentario de mi testigo, sin embargo, me hizo reflexionar sobre un hecho: “todo el mundo” eran también el mesero de algún restaurante; el lotero que vende guachitos; el vendedor de cigarrillos; el panadero de la esquina; el guardia de mi barrio…
—El problema de conversar con personas “desconocidas” es que en algún momento hacen preguntas indiscretas—, dijo el testigo —que deconstruye mi vida— cuando le insinué que su pregunta era odiosa.
Desde ese episodio hice un ejercicio de introspección que me llevó a recordar momentos incómodos relacionados con preguntas insolentes. Quizá por eso hoy soy más consciente de lo que hablo y de lo que callo. Y así he andado, además de sin tiempo, corriéndole al placer de la charla “con todo el mundo”.
La semana pasada, mientras esperaba en el cementerio los ramos de rosas que había comprado para mis padres, dos señoras se acercaron a mí.
Una de ellas llevaba en sus manos algo parecido a marañones, una fruta tropical que conocí cuando por azares inexplicables del destino recorrí el Iniap de Pichilingue, un laboratorio ubicado en El Empalme que conserva semillas de frutas que han desaparecido debido a la expansión de los monocultivos.
No aguanté la curiosidad y pregunté a la señora cómo se llamaba esa fruta.
—No es fruta, es la semilla de una flor —respondió la señora y puso una de ellas en mis manos.
Agradecí el gesto amable, pero no lo acepté porque ignoro cómo cultivar una planta.
La señora tomó su semilla con una sonrisa y me disculpé con un conato de reverencia.
Al cabo de pocos segundos se acercó otra señora que comía con fruición un muchín.
El muchín es una tortilla de yuca que se vuelve poesía en el paladar, por eso me vi abocada a preguntarle dónde había comprado ese manjar.
La florista, que estaba atenta a todo mientras apiñaba las rosas de mis padres en el papel celofán, pidió a la recién llegada que me brindara un pedazo de lo que comía.
Quedé absorta.
—Señora, no se preocupe—, le respondí conmovida por la amabilidad.
Preguntó entonces si estaba embarazada. En ese momento se me revelaron las palabras de mi adorado testigo sobre las preguntas privadas…
—Nooooo, le respondí sin demora.
—Es que no quería que se quedara con antojo— se justificó.
Me entregó las flores y agradecí.
Cuando di la espalda, me llamó.
—Es para usted —me dijo mientras extendía su mano para regalarme una flor.
Agradecí el gesto y me alejé del grupo de señoras pensando en que yo también soy “todo el mundo” y que a veces “todo el mundo” logra conmovernos.
¡Hola #TribuBagre! Es un buen momento para sumergirse en las #HistoriasSorprendentes de #BonusBagre, nuestra revista de media semana. Las historias nos atrapan porque, a menudo, nos recuerdan una historia personal. ¿Se atreven a buscar 👀 su historia? ➡️https://t.co/DLthVHyi2i pic.twitter.com/efFXAunlVm
— Bagre Revista Digital (@BagreRevista) December 9, 2022