Bagreando

El sonido de una cabeza al caer

Ilustración: Natalia Álvarez.

La cabeza de madre era como un baúl repleto de cosas viejas. Pero no parecía tal al rodar por el suelo, sobre la porcelana. Al rodar, en realidad, parecía una esfera hermosa, de rojo brillante, igual al color del océano cuando anochece. La veía moverse sobre el piso inundado de la lavandería, de un lado al otro, con los ojos cerrados y abiertos. Trataba de enfocar lo que había pasado: el resbalón de sus plantas desnudas, sus dedos cerrándose, las uñas pintadas de azul al arañar el aire. El cuadro, en realidad, era ese: ella caía, casi en cámara lenta, y luego su cabeza rodaba sobre la blancura del porcelanato encharcado. Y no es que no pudiese mirar lo que había ocurrido. Sus ojos revoloteaban cual polillas en la luz, se estremecían apoderados por el frío aunado del agua y el suelo. Yo miraba a madre con las manos cerradas y el mundo parecía renacer una y otra vez bajo el brillo carmesí de la herida, en los bordes de aquella descostura craneal. En el rebolear incansable de esos ojos.

Entonces, llamé a la ambulancia.

Hace un año mi madre se cayó en casa. Yo apenas despertaba y escuché, sin lograr concentrarme del todo, los gritos de mi padre en el piso de abajo, preguntándole no sé qué cosa. Algo pasaba: mi madre había dejado abierta la llave del fregadero y la lavandería se estaba inundando. Toda el agua comenzaba a salir y a bajar por las escaleras de piso flotante, ese piso al que no le puede caer ningún líquido porque si no se empieza a levantar. Por eso el afán, el ir y venir, el griterío. 

Entonces escuché un golpe y luego silencio absoluto. Cuando salí del dormitorio me encontré con mi madre en el suelo y con mi padre de rodillas a su lado. Nunca olvidaré aquella escena: ella inerte en el suelo y la voz de mi padre llamándola. 

Un par de días más tarde escribí un cuento, todavía inédito, sobre lo sucedido, y cuyo inicio también abre este texto. La escritura fue rápida, no así los meses que vinieron después del accidente. Mañanas en hospitales públicos donde la atención es lenta y desesperante. Días en los que mamá no era capaz de levantarse de la cama, o si lo hacía, el dolor la tumbaba de nuevo. Dolor constante que no se aliviaba con nada. “Siento las almohadas como si fueran piedras”, decía. Citas médicas, tomografías, traumatólogos, neurólogos, medicina alternativa, especialistas en no sé qué. Había días en que lo único que yo atinaba a hacer era no salir de mi dormitorio. 

En el cuento, el narrador es el hijo de una mujer que se cae y cuya cabeza rueda por el suelo como si de un balón se tratara. El hijo es incapaz de salir de su dormitorio porque teme revivir un trauma de su pasado. La escritura siempre nace de lo privado, de lo personal, es el resultado de que las cosas del mundo te toquen. Yo tampoco podía dejar mi habitación muchas veces e ir a encontrarme con el cuerpo adolorido de mi madre. No podía hacerlo sin revivir el momento de su caída, de la llamada a la ambulancia, de la voz apática al otro lado de la línea. De los innumerables días esperando por una respuesta, un remedio, algo que aliviara ese cuerpo amado y cuyo dolor se extendía como olas hasta tocar al resto de la familia.

Muchos meses más tarde todavía escucho, amortiguado por los muros de mi dormitorio, el sonido de una cabeza al caer.

*Fragmento de “Una cabeza al caer”. Cuento inédito.