Bagreando

¿Qué le hicieron a mi celular?

Revista Bagre celular
Ilustración: Aliatna

Mi celular se dañó luego de un año cuatro meses de uso, como casi todos los que he tenido. 

Esta vez, sin embargo, no lo vi venir. Cargaba rápidamente, no se sobrecalentaba y nunca me dio problema. 

Lo adquirí en la tienda de la operadora que me presta el servicio telefónico con un plan que he ido pagando mensualmente.

Así lo he hecho siempre, desde que tuve mi primer teléfono móvil. 

Este hábito de comprar teléfonos directamente en la tienda de la telefónica me ha garantizado tener celulares de fábrica, limpios y sin sangre. 

Pero sobre todo, me ha ahorrado el estrés de tener que llevarlos, en caso de avería, a la famosa Bahía de Guayaquil o a algún otro sitio en donde trabajan con piezas cuyo origen desconozco.  

Es decir, la idea de que pudiera contribuir a la delincuencia comprando en otro sitio me abruma.

Y bien, mi celular se dañó. Ese mismo día lo llevé a la compañía para que me dieran una solución. 

—Su teléfono tiene más de un año con usted, por eso la revisión no es gratuita. Debe pagar treinta y cinco dólares— dijo la señorita que me atendió. 

—Está bien—, respondí con un halo de resignación.

—Venga a recogerlo en 20 días— dijo la dependienta. 

—¿Veinte días?

—Sí, eso es lo que tardamos en entregar un teléfono reparado—, respondió la joven.

Veinte días me pareció una eternidad, por eso desistí de dejarlo. 

Esa misma tarde decidí volver a la tienda y comprarme un celular nuevo. El celular viejito y dañado quedó entonces guardado. 

Unos meses después saqué mi celular averiado de la gaveta y lo puse en mi cartera. Tenía pensado ir al centro de la ciudad y existía la posibilidad de que pudiera toparme con algún taller de reparación.

Desde luego, mi propósito no era dejar el teléfono de un día para el otro, por eso, cuando accidentalmente un taller se cruzó en mi ruta, le pedí al técnico que revisara mi celular en ese momento. 

El señor, muy cortés, dijo que había algunos teléfonos en la cola. 

Fue así que decidí dejarlo y recogerlo más tarde, cuando terminara de hacer los trámites que me habían llevado hasta allí. 

—¿Cuánto es, señor?— le consulté antes de irme. 

—Treinta dólares. 

Pagué lo acordado y me fui. 

A eso de las siete de la noche regresé al local y, oh sorpresa, mi teléfono estaba listo. Lo prendí, lo acaricié, y me sentí mal por ser tan desconfiada. 

Agradecí entonces la honestidad del técnico y le conté algunas cosas de las que luego me arrepentiría.

—Primero muerta que llevarlo a la Bahía; el teléfono es de fábrica, nunca lo abrió nadie y jamás me dio problemas, por eso no había motivo para que tuviera un daño irreversible o serio—, le dije al eficiente señor.

Al llegar a casa el teléfono se apagó.

No podía creerlo.  

Llamé por teléfono inmediatamente al técnico para contarle lo que había sucedido con el celular y sugirió que se lo llevara al siguiente día.

Así lo hice. 

Pasaron varios días y mi teléfono no estaba listo. 

“Es que he tenido mucho trabajo, es que se dañó la placa, es que la memoria no funciona, es que voy a salir ahora…”. 

Todos esos argumentos tuve que escuchar cada vez que lo llamé por teléfono o fui a su taller.  

Un día, finalmente, me envió un audio para decirme que había encontrado el daño, pero que debía pagarle cincuenta dólares más “para dejarlo como nuevo”. 

—¿Procedo?— preguntó. 

—Nooo— le respondí indignada. 

Le dije que llevaría el celular a la tienda donde lo había comprado y que esperaba que conservara todas las piezas originales. 

—Yo trabajo con teléfonos más caros que el suyo— respondió iracundo.

Al cabo de una semana de esa charla y de tres meses en total sin mi celular, fui a verlo sin avisar.

Un atisbo de miedo vi en la mirada del señor cuando sus ojos se encontraron con los míos. 

El tipo buscó mi teléfono —lo tenía abierto— e inmediatamente dijo que esperara un poco porque debía ir a buscar la mochila en donde supuestamente había dejado olvidada una pieza.

—¿En su mochila?— pregunté. 

No podía creerlo. ¿Qué hacía una pieza de mi teléfono en su mochila, tres meses después de haber llegado a sus manos? 

Esperé y esperé. Luego de una hora volvió el señor con la pieza, armó el celular, lo cerró y me lo entregó. 

—¿Y los treinta dólares?— le pregunté.

—¿Qué treinta dólares?— respondió. 

—Los treinta dólares que pagué para que arreglara el teléfono. He venido tres veces, me he quedado varias horas aquí y me llevo mi celular, después de más de noventa días, en las mismas condiciones—, le contesté furiosa. 

—Pero reconózcame algo— me exhortó. 

Accedí a su petición. ¿Qué más podía hacer?

—Deme su número de cuenta, le voy a depositar veinte dólares, pero espéreme, por favor, hasta el domingo— solicitó con un gesto de súplica. 

Le di el número de mi cuenta bancaria y me fui.

El lunes siguiente me dejó un audio disculpándose porque recién ese día haría la transferencia. 

—En unas horas más le hago el depósito— prometió. 

Han pasado tres semanas desde el envío de ese audio y aún no hace la transferencia bancaria; sin embargo, lo que más me inquieta es saber si se apropió dolosamente de alguna pieza de mi celular.  

El teléfono, entretanto, se encuentra en la gaveta, guardando todos los secretos de un local de reparación —o de timo— de celulares.  

Por mi parte, nunca más… aunque eso, se supone, lo tenía clarísimo.