Me costó muchos veranos, con sus correspondientes arupos florecidos, entender que yo no soy la misma cada verano, y que al igual que yo, los árboles y las flores de los arupos tampoco son los mismos.
Así, cada año, cuando llega el verano, es para mí revivir una extraña y profunda nostalgia.
¿Nostalgia de qué o por qué? Son preguntas constantes que me surgen cada vez que veo los arupos en flor. Hasta ahora no encuentro una respuesta que satisfaga mi inquietud.
A veces siento que mi alma asocia a los arupos y su florecer con el inevitable paso del tiempo. Con comprender que las flores de arupo que veo este verano no son las mismas que vi un día, cuando era adolescente.
Sospecho, además, que en esa fugaz y pueril adolescencia, no tuve la paciencia para mirarlos como ahora lo hago: sabios, imperecederos, generosos y ancianos.
También recuerdo que a mis amados arupos, un día de aquella adolescencia, les conté mis más secretos sueños, mis más locos anhelos, mis amores platónicos, esos que ahora entiendo que solo llegan una vez en la vida.
Mis arupos, que en aquel entonces ya habían vivido muchas adolescencias, lo sabían, pero me escuchaban atentos, pacientes, embelesados, florecidos.
Ahora que han pasado los años desde aquella efímera adolescencia, a ratos siento que estoy muy lejos de la jovencita que aprendió a florecer, a cantar, a amar, a soñar con sus amados arupos veraniegos.
Entonces, vienen ellos con sus flores rosas, voluptuosos troncos, generosa sombra y singular aroma a decirme: “Siempre que conserves a esa adolescente soñadora en tu alma, podrás florecer como nosotros: cada verano…”.