Tiempo de duelo

El Duelo
Duelo, Ilustración: Manuel Cabrera/ Revista Bagre
¿En verdad el tiempo es una cura? ¿Todo lo que se necesita es escapar al llano, plantar un huerto y armarse de paciencia para sanar?

El tiempo lo cura todo. La frase es usual después de una pérdida, cualquiera que sea la naturaleza de esta. El tiempo lo cura todo, como verdad universal, como remedio contra el dolor y el desamparo. Pero el tiempo que ocupa esa frase es apenas el fragmento de un segundo al inicio de un tiempo más largo, más lento y pesado, donde las palabras no tienen ningún tipo de agencia. 

Y es justamente el tiempo del duelo sobre el cual Federico Falco construye la diégesis de su aclamada novela Los llanos, finalista del Premio Herralde de 2020. Con una prosa clara y poética, Falco va hilando la historia de un hombre que huye al campo, a las llanuras extensísimas de la pampa argentina, para escapar de una ruptura dolorosa y para plantar un huerto. Es sobre esa temporalidad, que el narrador de Los llanos apunta “pasa fácil en las películas, en las novelas… [que] desaparece a golpe de elipsis…”, un tiempo hecho de espera, de angustia, de revisiones incesantes de recuerdos, de “tristeza estancada”, que se va ordenando su propia redención. 

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El paisaje de la pampa, de los llanos, cobra un papel importante dentro de la historia y se convierte en un personaje más. El territorio, a través de la sucesión lenta de las estaciones, de las épocas de durísima sequía y sol, en contraposición con las de un invierno helado e implacable, va determinando también el proceso de duelo del personaje. Se podría decir que el paisaje en el cual se funda el huerto y se sustenta la vida de las plantas es un espejo del tedio y la lentitud, de la paciencia que le demanda al protagonista, no solamente el trabajo constante que supone hacer que algo florezca en la tierra expuesta siempre a la intemperie, a las variaciones climáticas, a los caprichos propios del mundo, sino también el ir recogiendo los fragmentos de su antigua vida y componiendo una nueva. 

Cómo escribir desde un paisaje sin historia, sin pasado, se pregunta el narrador en cierto momento, una interrogante que hace eco de la frase escrita por Joan Didion en El año del pensamiento mágico: “Te falta solo una persona y el mundo entero está vacío”.

Para llenar ese vacío, el protagonista, Fede, escribe; y la respuesta a la pregunta es precisamente el propio libro. Aparece entonces la escritura como una forma de dar sentido, de tejer lazos con el mundo. La escritura como una planta que debe crecer en la helada o en la sequía mortal, atravesando mil obstáculos. La escritura, como un huerto o un jardín que insiste, a pesar de que nunca logra ser lo que deseamos.

La imposibilidad del narrador al principio del libro, por mantener una huerta saludable, por dar vida a las plantas sembradas, sumada a su incapacidad para escribir, para regresar a los cuentos que construía antes, está claramente marcada por el desarraigo que se produce cuando su mundo desaparece: de pronto se encuentra viviendo en la campiña, en una casa alquilada, rodeado del sonido de los cerdos y las gallinas y lejos de todo. Le demanda mucha paciencia volver a la escritura, la misma paciencia que debe tener para lograr reconciliarse con el hecho de que la persona que ama no lo quiere más, pero también para revisitar recuerdos de un pasado incluso más lejano: el de su infancia en Cabrera, su pueblo natal, el de la vida en el campo con sus abuelos y sus padres, el de su homosexualidad. Porque el tiempo del duelo es un tiempo de profunda introspección, de contemplarse a uno mismo, de preguntarse cosas para lograr un entendimiento sobre lo que somos y lo que fuimos. Para poder seguir adelante.

Armé una huerta para llenar el vacío.
El ancho tiempo vacío.
El tiempo sin narrativa, sin historias. El tiempo del llano.

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