…Llamadme simplemente Ismael.
Con esas breves palabras se abrieron ante mis ojos el mar y el horizonte. No recuerdo qué hora era cuando cerré el libro y corrí a buscar en El Gran Atlas de la Naturaleza la imagen de una ballena, en este caso el Cachalote. Tenía 11 años cuando vi Pinocho de Disney, en la portada yo vi a Moby Dick.
…Durante un viaje, con mi madre, al sur del país, nos pasaron la versión cinematográfica de “Colmillo Blanco” al volver a casa le pedí a mi padre que me compre un lobo. No lo hizo; mas, pronto leí la historia de Jack London y recién hace seis años me acompaña un husky de nombre Thomas.
Recuerdo el relieve y la sombra de mi hermana a la luz de su lámpara, mientras me leía un cuento o el capítulo de una novela. Recuerdo vivir a flor de piel las aventuras marítimas de Sandokan y La vuelta al mundo en 80 días, hasta llegar a las costas de Troya y chocar con sus murallas. Así terminó mi infancia, en compañía de Ulises en su regreso a Ítaca.
*
Mi adolescencia me llevó por otros caminos, otras experiencias y otras lecturas. Fueron Los Simpson quienes me presentaron a Edgar Allan Poe y su Cuervo, por mi cuenta llegué a la “Casa Usher” y fui testigo del “Entierro prematuro”. Por primera vez escuchaba el nombre de Vincent Price y le di rostro a la “Máscara de la muerte roja”.
Por mi cumpleaños mi padre me obsequió un libro de cuentos; pensé que se burlaba de mí —sabía que le tengo miedo a las gallinas— y el título del libro era Cabeza de gallo.
En sus páginas encontré el paisaje yermo y el silencio profundo. Contemplé el suicidio de un Cóndor ciego y la caída de un escupitajo mientras emerge la mañana. César Dávila Andrade “El Fakir” me daba la bienvenida, desde entonces soy su lector asiduo.
Con la juventud se descubren vicios, por ello deje los libros de lado y abrace los videojuegos con obsesión desmedida, me volví como quien diría una nueva versión de El jugador de Dostoievski.
…Entonces llega el momento donde uno no se reconoce y se siente solitario, perdido o extraño. ¿En qué país estamos? A medida que el tiempo avanza y viendo todo lo que sucede a mi alrededor, vuelvo mi mirada a esa frase que hallé en Luvina, un cuento maravilloso de Juan Rulfo.
*
Cuando me diagnosticaron cáncer, a mis 23 años, pude dimensionar el verso de César Vallejo que dice:
“Hay golpes en la vida, tan fuertes… ¡Yo no sé!
Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos,
la resaca de todo lo sufrido
se empozará en el alma… ¡Yo no sé!”
Esta enfermedad se volvió mi heraldo negro. Con ese mal en mi interior y con mi cuerpo en reposo, fue la lectura el ducto de escape o el bastión que me ayudó a sobrellevar la situación. Una vez más me vi dentro de ese océano infinito que son los libros, en busca de ese vellocino de oro que me diera calma o cura.
Supe entonces que Mi cuerpo es una celda como decía Andrés Caicedo, incluso me fui hasta México de la mano de Los detectives salvajes de Bolaño, pero nada, no hubo calma ni cura, ni consuelo. Sentía hundirme en el Cementerio marino de Valery; sentía naufragar.
Con mi corazón en las tinieblas empecé mi Viaje al fin de la noche.
Regresé a Quito y me encontré con Roldán, un personaje entrañable pero perverso; creado por la pluma de Javier Vásconez, me di una vuelta desde El Tejar hasta Guápulo tras la pista de la novela que se le perdió en la ciudad a Humberto Salvador. La capital se volvió Siberia en los ojos de Daniela Alcívar Bellolio. Leí, leí y leí…
*
Mucho tiempo ha pasado ya, me veo al espejo y cada mañana mientras me cepillo los dientes recito un fragmento de la obra que estoy leyendo. Leer es dialogar, es crear un puente donde puedes coincidir y disentir. En mi última entrevista laboral me preguntaron mi nombre: Soy Marcelo Cruz dije, (tocayo fonético de Marcel Proust quien celebrará su centenario próximamente).
Mi sobrina se llama Leo.
Yo soy Leo
Yo leo, sí, leo mucho. Pero sobre todo, vivo más.
Autor: Marcelo Cruz